Desde la antigüedad, la utilización de veneno y agentes patógenos en la guerra ha sido considerada como práctica desleal. Ha sido condenada por declaraciones y tratados internacionales, especialmente en el Convenio de La Haya de 1907 (IV) sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre. Los esfuerzos por potenciar esa prohibición dieron por resultado la concertación, en 1925, del Protocolo de Ginebra, en el cual se prohíbe el empleo de gases asfixiantes, tóxicos o similares, también denominados armas químicas, así como el empleo de medios de guerra bacteriológica.
Actualmente se entiende que esos medios incluyen no sólo bacterias, sino también otros agentes biológicos, tales como virus o Rickettsias, que eran desconocidos cuando se firmó el Protocolo de Ginebra (el 1 de enero de 1977, eran 132 los Estados Partes en ese Protocolo). Sin embargo, en el Protocolo de Ginebra no se prohíbe el desarrollo, la producción y el almacenamiento de armas químicas y biológicas. El año 1930, en el marco de la Sociedad de las Naciones, se intentó, aunque sin éxito, lograr una prohibición completa.
Poco después de la Segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas hicieron un llamamiento para que se eliminaran todas las armas «adaptables a la destrucción en masa». Las armas biológicas y químicas se incluyeron en esta categoría de armas, junto con las armas atómicas y radiológicas.