En la noche del 27 al 28 de noviembre de 1985 dejaba de existir, en Saint-Gervais, no lejos del Mont Blanc, Fernand Braudel. La noticia corrió por el mundo, suscitando un eco inusitado, que ponía de manifiesto la boga alcanzada en nuestra época por esa entidad peculiar que llamamos historia. Aunque éste sea un fenómeno resultante de amplias y complejas motivaciones, nadie contribuyó a fomentar esa atención, ese interés colectivo —patente durante la segunda mitad del xx— por lo que fue el pasado, como Fernand Braudel, y una vez más, ahora a su muerte, se repetía lo que en el otoño de su vida ocurrió frecuentemente: erigirle a él mismo sobre el pedestal que coronaba su propia obra, la más acariciada, la más conseguida: la devoción despertada por la nueva sociedad —la de hoy y parece que la de mañana— a la diosa Clio. Periódicos y revistas semanales de gran difusión dedicaron prolongadamente al triste suceso espacios gráficos y literarios, por prioridad y extensión, no corrientes, con titulares tales que «La epopeya de Braudel», «Ciudadano universal», «Un príncipe de la historia»… Del texto de las colaboraciones, avaladas por firmas de procedencia disperse, se desprendía cómo Fernand Braudel, haciendo y dirigiendo investigaciones y reconstrucciones relatives a un período más bien remoto, anterior a la industrialización, se había convertido, desde Francia, en uno de los intelectuales más conocidos y respetados en la actualidad, y no sólo en el Oeste, a uno y otro lado del Atlántico, sino también en el Este, e incluso en las zonas permeables de Africa y Asia, sin omitir Australia.