Fuente de vida y de bien, símbolo de fecundidad y de pureza, el agua es también portadora de temores, de riesgos y de peligros y es motivo de codicias y de conflictos. Sus múltiples funciones, tan necesarias las unas como las otras, la convierten en un recurso vital, cuyos uso y gestión el hombre siempre ha tratado de reglamentar. Pero, contrariamente al derecho aplicable en tiempo de paz, como evidencian los usos y las costumbres de las sociedades más antiguas o incluso los instrumentos jurídicos internos e internacionales de los tiempos modernos, en el derecho de los conflictos armados sobre el agua —expresa y tardíamente— solo versan algunas disposiciones. Esto es menos un reproche que una comprobación y podría explicarse por el hecho de que el agua es indispensable en todas las circunstancias. Abstracción hecha de las consecuencias de las catástrofes naturales en las que el agua puede ser amenazante y amenazada, algunas actividades humanas pueden surtir efectos nefastos y perjudiciales para el medio ambiente y los medios de supervivencia de la población, de los cuales el agua es el elemento básico. Basta evocar los efectos de la contaminación o de los conflictos armados. La experiencia de las guerras contemporáneas nos enseña, por desgracia, que la población civil y los bienes civiles están expuestos a las operaciones militares y que, en ciertos casos, la sed puede resultar más mortífera que las armas.