En la Primera Guerra Mundial, se recurrió, por primera vez, al empleo generalizado de agentes químicos en los principales frentes bélicos, lo que causó un número sin precedentes de víctimas. Apenas terminada la guerra, se desplegaron esfuerzos para proscribir estas armas. La Sociedad de Naciones se encargó de elaborar las normas específicas, poniéndose así de relieve la convicción de que esta cuestión era de interés mundial y no sólo de las potencias victoriosas. El 17 de junio de 1925, firmaron el Protocolo de Ginebra sobre la prohibición del empleo en la guerra de gases asfixiantes, tóxicos o similares y de medios bacteriológicos 26 Estados. En este tratado, se prohíbe categóricamente recurrir a medios de combate químicos y biológicos. Aunque la firma del Protocolo despertó grandes esperanzas de una efectiva prohibición de las armas químicas, la adhesión al tratado progresó lentamente. Varios Estados, que, a todas luces, dudaban de que el Protocolo pudiera aplicarse con la firmeza prevista en el texto, formularon importantes reservas.