Desde hacía varios meses, Alexandre Hay resistía serenamente, con valor y lucidez, los repetidos ataques de un mal cuya gravedad sospechaba. Su confianza en sus médicos era inquebrantable; pero, hombre de una fe profunda, sabía que, aunque el deber de cada individuo es hacer todo lo posible por garantizar el éxito de sus empresas, la última palabra la tiene el Señor del universo. Nunca ostentó sus convicciones religiosas, pero en la hora de su última gran decisión, no tuvo ningún reparo en afirmar, con toda sencillez, su total sumisión a la voluntad de Dios.