Tradicionalmente la segunda mitad del siglo XVIII de la historia de la Nueva España ha sido interpretada como una época de «luces», crecimiento, apertura, modernidad. Su brillo era constantemente comparado con el período opaco de «crisis» del siglo XVII, considerado como oscurantista y atrasado, o el de la «anarquía» de la primera mitad del siglo XIX. El primero era tiempo de fracaso en el que no se había logrado imponer la autoridad de la Corona sobre las pretensiones autonomistas criollas, en el que el visitador Gelves había sido destituido y echado de la Nueva España y en el que la Corona había sido agredida por el constante contrabando, la injerencia de otras potencias en el negocio indiano y la continua corrupción. El segundo era tiempo de revuelta, cuartelazos, desorden, guerra, déficit fiscal. Entre ambas épocas relucía el siglo XVIII con la luz propia que le daba su orden, riqueza y sentido de triunfo en el que Gálvez, como visitador, se había impuesto sobre los criollos. Desde hace ya algunos años, esta visión contrastada en bianco y negro, crisis y crecimiento, sombras y luces, está siendo desmontada.