La cimerísima interpretación de Amado Alonso es harto bien conocida. Residencia en la tierra encierra la terrible y dolorosa visión de la “invisible e incesante labor de autodesintegración a la que se entregan todos los seres vivos y todas las cosas inertes, por debajo y por dentro de su movimiento o de su quietud” (pág. 19). Esta atroz contemplación de la permanente desintegración sin sentido de la realidad, del morirse de todo lo vivo a la que se entrega Neruda en un obstinado ensimismamiento es, sobre todo, un modo íntegramente valedero de afectarse por la realidad: el morir de las cosas se identifica con el morir humano, y el poeta se angustia. En el primer tomo (1925–31), sin embargo, la visión no es de desintegración y el sentimiento es más bien de sombría melancolía que de angustia. Si hay desintegración, ésta es “el escenario ... por entre cuyos lentos escombros renace el espíritu indestructible” (pág. 24). El gozo de poetizar y especialmente el oscuro instinto amoroso, dos formas en que se manifiesta el anhelo de perpetuidad entre lo caduco, constituyen la vértebra que preserva desde adentro al mundo del poeta que se quiere desintegrar. A medida que el instinto amoroso, el ansia de perpetuidad, se debilita, se espesan la desintegración y la angustia: en el segundo tomo (1931–35), la desintegración y su dolor, de atmósfera, se convierten en el tema medular.