No sin cierto temor, y numerosas dudas, me propuse escribir estas notas de investigación sobre la presencia equívoca —a veces espectral, otras sorprendentemente nítida— del crimen organizado en la ciudad de Durango, en el norte de México, y algunos de los efectos de ello en la vida cotidiana de los ciudadanos. Estas notas resultan de una primera reflexión, un análisis tentativo, de la información que recolecté por medio de un trabajo —o proceso— etnográfico, que conduje en la ciudad de Durango durante cerca de diez meses, entre diciembre de 2022 y octubre 2023. Esta exploración etnográfica, es importante aclarar, fue en gran medida accidental e involuntaria; ocurrió en el contexto de una estancia de investigación académica que realicé en la universidad estatal de esa ciudad.
Estas notas de investigación tienen dos propósitos centrales. Primero, trato de dar sentido a los eventos que alcancé a registrar, los rumores que pude descifrar, los testimonios que escuché casi siempre de manera inopinada. Escribo para entender. Es decir, narro fragmentos del proceso etnográfico para comprender mejor lo que pude apreciar en el terreno, para dar coherencia a la información que recolecté, para empezar a explicar las experiencias de un trabajo de campo inesperado. Al hacerlo, también busco socializar los hallazgos de la investigación y, sobre todo, las múltiples preguntas que surgen sobre el asunto. Esto, espero, podría abrir la puerta a comentarios o críticas que, eventualmente, me permitirán apuntalar y concluir esta investigación que no estaba en mi agenda. Segundo, esta crónica —y la publicación más acabada que eventualmente resulte de ello— quizá pueda contribuir a las investigaciones existentes sobre el crimen organizado en América Latina en dos sentidos: al estudio de la influencia del crimen organizado en la manera de vivir de la población (Moon y Treviño Rangel 2020); y al análisis de cómo la delincuencia organizada ha repercutido en el funcionamiento del Estado y de la democracia liberal (Bejarano Romero Reference Bejarano Romero2021; Escalante Reference Escalante2023; Lomnitz Reference Lomnitz2022; Schedler Reference Schedler2014).
Contexto y antecedentes: Etnografía accidental e involuntaria
Una negligencia médica ocasionó que mi madre pasara cerca de cinco meses en el hospital, la mayor parte del tiempo en coma e intubada en el área de terapia intensiva, entre 2018 y 2021. El error médico en una sencilla y programada operación de vesícula trastocó, por años, su vida y la mía. Después de un largo periodo de convalecencia, se recuperó casi por completo, pero su salud sigue siendo precaria. En 1974, el filósofo Ivan Illich publicó el artículo “Medical Nemesis” en The Lancet, la revista médica más prestigiada del mundo. Ahí acuñó el término iatrogenesis: sostenía que la principal amenaza para la salud es la medicina moderna. Para Illich, los hospitales y los doctores causan más enfermedades de las que curan. Mi madre demostró que estaba en lo cierto.
Con estos antecedentes, consideré que era importante pasar una temporada a su lado. Ella es de Durango y ahí vive. Yo, en cambio, no he vivido en esa ciudad en los últimos veintisiete años; y, además, he vuelto poco: para asistir a alguna boda, un cumpleaños o un funeral. Es este el contexto que me llevó a buscar alguna oportunidad académica que me permitiera regresar a Durango, al menos, por un tiempo breve. Fantaseé con la idea de realizar una especie de año sabático, enfocándome en algún proyecto de investigación que fuera interesante y me alejara de los temas sobre atrocidades —como la tortura o las ejecuciones extrajudiciales— a los que me he dedicado durante casi dos décadas. Cuidar un enfermo crónico es extenuante, por eso en Durango no quería seguir escribiendo sobre temas relacionados con el dolor, el sufrimiento, la crueldad. En el libro de memorias The Year of Magical Thinking, en el que aborda el duelo ante la muerte consecutiva de su esposo y su hija, la escritora Joan Didion (Reference Didion2005) habla de la evasión, el autoengaño, la negación; de la ilusión de que somos capaces de controlar los resultados de las cosas, de cambiar el mundo que nos rodea a través de nuestros anhelos. Durango, pensé, sería mi año de pensamiento mágico.
Con una generosidad poco común en la academia, el profesor Miguel Vallebueno, director del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Juárez del Estado de Durango (UJED), me invitó a incorporarme a su equipo de trabajo como profesor visitante. El plan era participar en su ambiciosa investigación sobre élites del norte del país que actualmente lleva a cabo. En particular, aportaría al estudio histórico de los antepasados de mi madre, las familias López-Negrete y Gurza: hacendados, latifundistas y empresarios que tuvieron un papel significativo —y, para algunos, cuestionable— en la vida social, política y económica del estado, entre finales del siglo XVIII y la Revolución mexicana en 1910 (Altamirano Cozzi Reference Altamirano Cozzi2010; Rodríguez Barragán Reference Rodríguez Barragán2022; Villa Guerrero Reference Villa Guerrero2010). El problema fue encontrar recursos para llevar a cabo dicha tarea. Como es entendible, la historia de la aristocracia duranguense no es un área prioritaria para financiamiento estatal o privado; sí lo es, en cambio, la agenda en la que he trabajado, y de la cual quería alejarme: seguridad, violencia, derechos humanos.
En ese contexto, el Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías (Conahcyt) lanzó una convocatoria para financiar estancias posdoctorales. Abandoné el sueño de incursionar en la historia decimonónica del país, para armar una propuesta de investigación sobre violencia criminal y estatal en Durango a lo largo del siglo XX, un tema del que se ha escrito poco. Aunque era también de naturaleza histórica, el profesor Vallebueno negoció para que llevara a cabo mi investigación en el Instituto de Ciencias Sociales de la universidad; él continuaría cosupervisando, mientras facilitaba el acceso a los archivos históricos del estado. Por fortuna gané el concurso y me embarqué hacia Durango en diciembre de 2022.
El estado de Durango es hoy uno de los más pacíficos del país —junto con Yucatán, Baja California Sur y Aguascalientes— si se mide la paz por número de homicidios. De acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI 2023), publicados en julio de 2023, Durango registró en 2022 un total de 125 homicidios, solo por encima de Aguascalientes con 87, Baja California Sur con 89 y Yucatán con 54. Esto contrasta con lo que ocurre en estados como Baja California, donde se tuvo noticia de 2,681 asesinatos, en Guanajuato de 4,256, Michoacán de 2,292, o en Zacatecas de 1,432. Para ponderar por el número total de población, podemos usar la tasa de asesinatos por cada cien mil habitantes, que suele usarse en estudios sobre violencia (Bejarano Romero Reference Bejarano Romero2021). Incluso así, Durango es el cuarto estado menos violento con una tasa de 6.8: es decir, muy por debajo de la media nacional de 25.9. Según las estadísticas, en Durango se mata poco: una anomalía en un país extraordinariamente cruento.
Esto llama la atención porque diez años atrás la situación era distinta: Durango era de los estados más violentos de México. Según el INEGI, en 2009, 2010 y 2011, se registraron más de mil homicidios, lo que colocaba al estado en situación similar a la de países sumergidos en guerras civiles (Kalyvas Sthatis Reference Kalyvas Sthatis2001). Indudablemente, algo cambió. Hasta ahora, sin embargo, no hay investigaciones que expliquen esta transformación radical, esta tranquilidad sorprendente. Si bien estudio temas de violencia, he dedicado más tiempo y tinta a la que perpetra el Estado y sus agentes: lo que conocemos como violaciones a derechos humanos. No tengo la fotografía completa de cómo está distribuido el crimen organizado en el país ni cómo es que dominan parte del territorio. A ello se han dedicado investigadores como Laura H. Atuesta, Alejandro Pocoroba y D. Nava (2022) o Jorge Roa (Reference Roa2020). Lo único que sabía sobre esta paz duranguense fue lo que me dijo un historiador experto en temas de violencia: “Durango está tranquilo porque está controlado por el cártel de Sinaloa”.
Llegué a vivir a Durango con la serenidad y certeza de que era un lugar sin violencia. No indagué mucho más al respecto porque no le vi sentido. He vivido casi una década en el estado de Aguascalientes que, como he dicho, es el más pacífico del país junto con Yucatán, pese a estar rodeado de estados extraordinariamente violentos como Zacatecas, Jalisco o Guanajuato. Hasta ahora no existen explicaciones académicas o periodísticas aceptables o convincentes del porqué Aguascalientes lleva diez años en paz. ¿Por qué habría una interpretación sobre el mismo fenómeno en Durango? Como bien advierte Fernando Escalante (Reference Escalante2017), se ha escrito mucho sobre la delincuencia organizada y la guerra contra las drogas: “Hay literalmente cientos de libros” y “muchos miles de artículos, informes, diagnósticos, con información a veces detalladísima”, “pero la verdad es que no entendemos todavía lo que ha pasado, lo que está pasando”.
Así, me ocupé de lleno en las actividades propias de la vida académica: impartir cursos a estudiantes de licenciatura o maestría, participar en seminarios, realizar tareas administrativas ajenas al sentido común, asistir a largas reuniones de trabajo que casi nunca llegaron a ningún lado, navegar en las turbias aguas de la política y la burocracia universitaria y, crucialmente, a incursionar tímidamente en los archivos y en la historia local para empezar a entender la violencia en Durango durante el siglo XX. Al mismo tiempo, comencé a reconectar con familiares y viejos conocidos, a quienes no había visto en muchos años. En 1943, el compositor Miguel Ángel Gallardo escribió un corrido sobre Durango, cuya letra afirma que es una “callada y tranquila ciudad colonial”. Ochenta años después, Durango parecía seguir fiel a su esencia.
Hasta aquí la historia es más o menos razonable, entendible, esperable. El problema fue que, casi de inmediato, la realidad —otra realidad— se impuso. Como Jaromir Hladík, el protagonista del cuento El milagro secreto de Borges (Reference Borges2003, 175), entendí que “la realidad no suele coincidir con las previsiones”. Visité al profesor Vallebueno para que me explicara el funcionamiento de la universidad, pero me prohibió regresar a pie en la noche, porque me podían detener o “levantar” (secuestrar), pese a que su casa y la mía estaban a unos minutos de distancia. Propuse ir de día de campo, pero mi padre se opuso, porque días antes amigos suyos habían sido amedrentados violentamente por un grupo de la delincuencia organizada cuando convivían en un pícnic con sus hijos y nietos, un domingo al mediodía, en un parque público en la sierra, a pocos minutos de la ciudad. “¿Quién les dio permiso de estar aquí?”, les dijeron mientras les apuntaban con sus armas.
Ir a una reunión navideña con conocidos o familiares suponía planear estrategias para regresar a salvo a casa: en las noches, en distintos puntos de la ciudad se instalan retenes con hombres armados, en algunos se observa una patrulla de policía, en otros no. Se les dice “alcoholímetros”, pero están lejos de parecerse a los que se establecen en otros lados, como la Ciudad de México: puestos de revisión de conductores en posible estado de ebriedad en los que, además de los agentes de policía y tránsito, hay médicos y personal de la Comisión de Derechos Humanos. En Durango, en cambio, te detienen hombres vestidos de negro, encapuchados, con armas. Una valiente —o inconsciente— amiga me dijo: “A veces, yo les pido que se identifiquen, porque no siempre sé quién me está deteniendo”. Otro amigo ha elaborado una sofisticada clasificación: “Si traen tenis, son malandros”, “Si sólo te detienen para pedirte dinero, son policías”. Fui a un restaurante de moda y tomé un shot de tequila. Al día siguiente tuve la peor resaca de mi vida: “Seguramente el alcohol estaba adulterado”. “Todo el alcohol que se vende en la ciudad es manejado por el crimen organizado”, coincidieron mis conocidos.
Estos eventos tuvieron lugar en los primeros quince días. Quizá era cierto que Durango es un estado pacífico, si pensamos solo en tasas de homicidios o en términos de la violencia que tiene lugar en otros sitios: balaceras, enfrentamientos entre narcos y militares; masacres; cuerpos desmembrados; narco-bloqueos con carros incendiados en las calles o carreteras. Sin embargo, la presencia del crimen organizado y la amenaza de la violencia sí están presentes en la vida cotidiana de las personas. Llegué a Durango el 19 de diciembre 2022, en la época navideña, por lo que tuve oportunidad de asistir a gran número de reuniones sociales que son propias de la época. En la mayoría de ellas, los invitados narraron historias que involucraban a la delincuencia organizada. Catorce días después, el 2 de enero 2023, había escuchado tantas anécdotas sobre el tema, y yo mismo había observado o experimentado sobre ello, que empecé a llevar un registro escrito, un diario de campo (Browne Reference Browne2013). En ese momento no tenía claridad sobre si, eventualmente, usaría la información. Diez meses después, estas notas de investigación se inspiran en dicho diario de campo.
Como he dicho antes, esta investigación no estaba en mi radar, de ahí que optara por escribir este extenso relato para trata de mostrar las múltiples razones que me condujeron a llevarla a cabo. Supongo que hacerlo permite tener un primer acercamiento a algunos asuntos éticos, metodológicos, prácticos e, incluso, epistemológicos de la investigación (Hammersley Reference Hammersley2006). Lo importante aquí, por el momento, es advertir que este proceso etnográfico fue accidental e involuntario (Fujii Reference Fujii2015; Rodgers Reference Rodgers2007).
Reflexiones metodológicas y conceptuales
Antes de continuar, algunas precisiones metodológicas y conceptuales son necesarias. De entrada, quizá sea útil profundizar en lo que trato de decir cuando hablo de un proceso etnográfico accidental e involuntario. Digo que realicé un proceso etnográfico porque recolecté la información a través de la observación, porque estuve de cerca, durante largo periodo de tiempo, involucrado en las actividades ordinarias de la ciudadanía duranguense (Emerson, Fretz y Shaw Reference Emerson, Fretz and Shaw2011). Viví las mismas situaciones que la gente experimenta de manera cotidiana sobre violencia criminal o la amenaza de esta. En la medida de lo posible, pude entender mejor la perspectiva de ciertos sectores de la población sobre el asunto.
Con base en el contexto que narré antes, es claro que el proceso etnográfico fue accidental. Lo fue de dos maneras. Primera, en el sentido que le da Rodgers (Reference Rodgers2007): fue una investigación inesperada, no planeada. El tema de la delincuencia organizada en Durango y su relación con la sociedad emergió accidentalmente, en el contexto de mi estancia de investigación en la universidad, cuyo fin era realizar un estudio histórico sobre la violencia en el estado durante el siglo XX. Segunda, fue accidental desde la perspectiva de Lee Ann Fujii (Reference Fujii2015): a diferencia de la etnografía que sí se planea, la accidental supone registrar los momentos en los que emerge información relevante que aparecen por azar. En este sentido, el investigador no puede controlar ni el contenido ni el momento en el que se producen, sino solo limitarse a observar. Para Fujii (Reference Fujii2015, 526), la etnografía accidental supone: “Aquellos momentos en los que el investigador no participa en una entrevista o archivo, sino en las tareas mundanas que no suelen especificarse en el diseño de la investigación, como hacer cola, tomar café, comprar comida o hablar con el personal del hotel”.
Al mismo tiempo, el proceso etnográfico fue involuntario. Como señala Rodgers (Reference Rodgers2007), la etnografía involuntaria es distinta de la accidental, porque supone un elemento de coacción o limitación: hay ocasiones en las que el investigador está condicionado o, incluso, forzado por las circunstancias a observar y, en consecuencia, a explorar y reflexionar sobre lo atestiguado. Por ello, sostiene Rodgers (Reference Rodgers2007, 448), “un investigador involuntario se ve atrapado en una situación de la que no puede escapar ni ignorar, por lo que inevitablemente tiene que estudiarla aunque no tuviera previsto hacerlo”.
Es importante aclarar que las situaciones en las que viví de cerca la presencia del crimen organizado fueron fortuitas: al acompañar a mi madre al hospital, al ir al supermercado o con amigos a un bar. Lo mismo ocurre con las conversaciones que registré en mi diario de campo. En esos primeros diez meses de estancia en Durango, no planeé ninguna entrevista sobre este tema. Todos los testimonios que pude registrar fueron producto del azar: en un taxi, un café, una boda, un restaurante, invitado en la casa de algún amigo, o de un amigo de un amigo.
Mi excolega Simon Winlow y mi antiguo maestro Dick Hobbs advertían con frecuencia, y críticamente, que uno de los riesgos que supone llevar a cabo trabajo etnográfico sobre temas relacionados con actos criminales es la seducción que provoca la “búsqueda de emociones fuertes” (Winlow et al. Reference Winlow, Hobbs, Lister and Hadfield2001, 537). Nada más lejos de mi experiencia. Estar expuesto a interactuar con la delincuencia organizada, o a escuchar casi a diario información sobre ella, resultaba desgastante. Sí, la sociedad tiende a normalizar la violencia: la negación de la realidad es una estrategia de supervivencia en México (Moon y Treviño Rangel Reference Moon and Treviño Rangel2020). Por eso es frecuente escuchar las siguientes expresiones: “si no te metes con ellos no pasa nada”, “si no andas metido en algo no te molestan”. El problema es que, aunque no te involucres con ellos, su presencia sí tiene consecuencias: decidir la ruta que debes tomar para volver a casa de noche, la opción de la marca de cerveza que puedes tomar en un bar, el tipo de conversación que tienes con un taxista. Uno es consciente todo el tiempo de esta perturbadora situación, pero también, al mismo tiempo, uno no quiere saber o pensar en esta situación. Creo que no exagero cuando digo que quienes estudiamos temas relacionados con violencia vivimos con cierta dosis de paranoia. Una mañana fui a una frutería, la típica tienda pequeña en la esquina de un barrio cualquiera, y en la fila para pagar había dos hombres armados. A diferencia de lo que pensaban Winlow y Hobbs, yo no estaba buscando emociones fuertes, quería salir corriendo y no podía hacerlo.
Para terminar con las reflexiones en voz alta sobre la metodología es prudente mencionar un par de cosas sobre mi posición como investigador. Primero, como he dicho, parte de la información recolectada viene de mis propias vivencias, pero otra parte proviene de las conversaciones que escuché durante meses. La mayoría de las personas cuyos relatos nutren este texto no me conocían. Algunas personas que eran relativamente más cercanas sabían poco de mí, porque estuve casi tres décadas fuera de la ciudad. Los pocos que me conocen en Durango, además, no tienen una idea clara de lo que hago, y eso incluye a algunas de mis tías, que imaginan que soy un maestro que imparte cursos a alumnos en escuelas, que bien podrían ser escuelas de kindergarten.
La figura del investigador, del académico, en ciencias sociales es prácticamente inexistente en el imaginario colectivo de los duranguenses. Desde su fundación en 1957 y hasta hoy, la universidad estatal nunca ha tenido un posgrado en ciencias sociales: no hay generaciones de doctores graduados en ciencia política, sociología o antropología. Tampoco existe —nunca ha existido— la carrera en sociología en ninguna de las universidades, públicas o privadas, del estado. Por otro lado, el Instituto de Ciencias Sociales de la universidad estatal cuenta apenas con una decena de investigadores de tiempo completo, la mitad de los cuales no tienen estudios de doctorado, o incluso de maestría, y sus investigaciones se vinculan con áreas del conocimiento ajenas a estas disciplinas, como psicología, filosofía, medio ambiente, o desarrollo forestal. Por eso cuando me presentaba ante algunas personas, y mencionaba que hacía investigación sociológica, el comentario que seguía era el siguiente: “qué interesante, pero ¿y qué haces?”.
Aclaro que no busco demeritar a la universidad ni a su personal. La universidad y el instituto que me albergó están condicionados por su contexto político, su historia, y evolucionan, gradualmente, en la dirección en la que caminan el resto de las universidades en México. Mencioné lo anterior para repensar el papel de mi persona en el proceso etnográfico: mi posición como investigador en ciencias sociales no influía realmente en mi conversación con mis interlocutores. Las personas me tenían confianza por ser, como ellos, duranguense. Pero no parecían intimidados por mi personaje de sociólogo, porque no lo entendían completamente, porque esa figura es desconocida para la mayoría de las personas. Tres respuestas de mis interlocutores muestran bien lo anterior. El comentario más frecuente al hablar de mi carrera profesional era este: “Ah, entonces eres maestro, lo que haces es dar clases… ¿y de qué clases das?”. Otra persona mencionó: “Ah, entonces escribes tipo novelas, yo también escribo, tengo un borrador de mis memorias”. Una conductora de Uber me dijo: “Qué interesante todo lo que haces; entonces eres como psicólogo. ¿Y a qué hora das consultas porque tengo un novio narcisista?”.
Segundo, interactué con todo tipo de personas durante mi estancia y recolecté información siempre que fuera relevante y cuando me fue posible: charlé largo rato con el plomero que arregló la cisterna de la casa, con choferes de Uber, con los jóvenes baristas del café de la esquina, con desconocidos que hacían fila en un OXXO, taqueros, meseros en restaurantes, las enfermeras y empleadas domésticas de mi madre, con las personas que fumigaban la casa contra alacranes. Sin embargo, es pertinente mencionar que sostuve muchas de las conversaciones que nutren mi diario de campo con personas que pertenecen a la clase media alta o alta de la sociedad. Esto se entiende porque ese fue el círculo en el que me desenvolví. Como una especie de muestreo de bola de nieve, un pariente o conocido me invitaba a un evento social en el que se hablaba, entre otros temas, del crimen organizado; y en donde conocía a otras personas con quienes pude entablar diálogos que me permitieron allegar información adicional.
Esto, creo, es importante y original, porque la mayoría de los estudios sobre violencia en México y América Latina, tienden a abordar situaciones de violencia extrema (Madrazo Lajous, Calzada Olvera y Romero Vadillo Reference Madrazo Lajous, Calzada Olvera and Javier Romero Vadillo2018; Silva Forné, Pérez Correa y Gutiérrez Rivas Reference Silva Forné, Pérez Correa and Gutiérrez Rivas2017); o se enfocan en grupos marginados, pobres, que sufren distintos tipos de opresión, sobre todo ante el auge de análisis influidos por interpretaciones marxistas, que tienden a encontrar en el neoliberalismo la causa de casi todos los males de la sociedad (Gamlin y Hawkes Reference Gamlin and Hawkes2018; Reguillo Reference Reguillo2008). No es mi caso. Mi trabajo de campo ocurrió en un contexto de paz; y mi interacción fue, primordialmente, con un grupo de la población que también sufre las consecuencias de la violencia criminal, pero que ha sido largamente ignorado por la literatura: las clases medias y altas, clasificadas así tanto por su nivel de ingresos como por su educación, ascendencia, prestigio y cultura (Bourdieu Reference Bourdieu1984; Loaeza Reference Loaeza1999).
Antes de concluir esta parte de las notas de investigación, quisiera aventurar un par de reflexiones sobre conceptos que en México —y América Latina— se han incorporado al lenguaje cotidiano y que uso aquí en abundancia. Primero, el concepto de crimen organizado es problemático. Al menos desde la década de los 1970, hay múltiples estudios que definen teóricamente al crimen organizado como una empresa ilegal (Smith Reference Smith1976). Esta interpretación supone que el crimen organizado opera en un ámbito independiente al Estado y al resto de la sociedad. Es decir, cuando hablamos de crimen organizado pensamos en una entidad que comete actos ilícitos, a veces atroces. Al mismo tiempo, tendemos a pensar en el Estado como un actor que no viola la ley, sino que la hace cumplir. Al menos, en las definiciones clásicas y esenciales de filosofía política esa es la idea (Gil Villegas Reference Gil Villegas1998; Miller Reference Miller2003). Incluso si aceptamos que en México hay agentes del Estado que son corruptos y violan ley, lo cierto es que, en general, pensamos en el Estado como el Estado de derecho.
El problema es que algo evidente del proceso etnográfico en Durango fue que esta distinción entre crimen organizado y Estado ha perdido validez. El siguiente ejemplo ilustra lo anterior: hay trámites y permisos que, en principio, corresponde al Estado otorgar a los ciudadanos —una tarea de cualquier autoridad del gobierno estatal o municipal—, pero que los concede, en realidad, el crimen organizado; o en el mejor de los casos ambos, tanto el gobierno como el crimen organizado: la licencia para venta de alcohol en bares o restaurantes.
Un problema conceptual similar ocurre cuando se habla de crimen organizado y de sociedad. ¿Qué tan organizado es el crimen organizado? ¿Realmente es una organización la que controla el funcionamiento de todo Durango? ¿Es una organización que funciona de manera eficiente, vertical, sin rupturas? ¿No hay ciudadanos oportunistas que, sin formar parte formal del crimen organizado, cometen actos delictivos haciéndose pasar como miembros de alguna organización?
En el imaginario colectivo —y en la literatura académica— hablamos de crimen organizado y los ciudadanos como entidades separadas. De manera simplificada, de un lado parecen estar la maña, los malandros del crimen organizado que hacen cosas malas; que actúan fuera de la legalidad, que infligen sufrimiento a sus víctimas, y que llegan a cometer actos de barbarie. En otro lado está el resto de la sociedad, que no hace cosas malas. Pero en el proceso etnográfico salió a la luz que esta división es mucho más ambigua de lo que suponemos (Treviño Rangel Reference Treviño-Rangel2020). Al inicio de este texto narré la historia de una familia amedrentada en un día de campo porque no tenían permiso del crimen organizado para estar ahí. Los criminales amenazaron con levantarlos si no pagaban una fuerte cantidad de dinero: el costo del permiso. Al final no ocurrió nada porque uno de los criminales reconoció a la familia, habían sido vecinos, había habido algún tipo de relación amistosa. Este individuo negoció con sus compañeros del grupo criminal y pidió clemencia. En otra ocasión, un chofer de Uber me sacó conversación. Hasta hacía poco tiempo trabaja como miembro del cártel de Sinaloa: lo enviaron hasta el estado de Chiapas a supervisar las sanguinarias operaciones de los sicarios en dicha localidad. Estaba de regreso en Durango, me dijo, tomándose un periodo de descanso. En Chiapas mataba personas; en Durango manejaba un Uber.
Vida cotidiana
He dicho aquí que antes de mudarme temporalmente a Durango me advirtieron que el estado estaba tranquilo porque era controlado por el cártel de Sinaloa. Escuché este aviso sin reparar en su significado. ¿Qué supone que esté controlado? Al estar en Durango, fui testigo de los misteriosos retenes que aparecen y desaparecen en la ciudad principalmente en las noches; aunque también emergen en el día, el fin de semana, afuera de canchas de futbol. Estos peculiares puestos de revisión esperan a los futbolistas, que después de un partido se toman una cerveza, para detenerlos y extorsionarlos. Varias personas me narraron el miedo que generan estos checkpoints, que no parecen tan aleatorios ni tan legales, cuya función no parece ser la de supervisar si un conductor está ebrio. A veces, estos testimonios derivaban en la historia de los policías que andan a pie en el centro de la ciudad o en vehículos no oficiales, en poderosos y llamativas camionetas último modelo. Parecen policías, pero no lo son, aunque realizan tareas de cuerpos policíacos tradicionales: imponer orden (Bowling, Reiner y Sheptycki Reference Bowling, Reiner and Sheptycki2019). Un amigo me decía: “Si tienes un bar y tienes problemas con un cliente, o cualquier tipo de bronca, les llamas y te arreglan todo el pedo”. Así, concluyó: “Esto ya se salió de control”.
Así, parece haber percepciones encontradas: la sensación de que el crimen organizado controla todo, pero al mismo tiempo de que todo está fuera de control. No pretendo en estas notas profundizar en los hallazgos preliminares de este accidentado proceso etnográfico. Sin embargo, trataré de esbozar de manera breve tres áreas de la vida cotidiana de los ciudadanos en las que el crimen organizado tiene un significativo grado de influencia: trabajo, ocio y relación con el Estado. Actividades en las que se experimenta el control o descontrol alrededor de los narcos. Por falta de espacio, la explicación no es exhaustiva; me limito a dar ejemplos ilustrativos.
Aquí una advertencia es importante. Es imposible y peligroso comprobar toda la información que se transmite en las conversaciones. Al igual que Claudio Lomnitz (Reference Lomnitz2023) en sus investigaciones sobre la violencia criminal en Zacatecas, me baso en la narrativa que “corre a cuenta de la misma comunidad, pues hay en ella gente con explicaciones verosímiles de la violencia” y del crimen organizado. Como él, me baso en el rumor.
Trabajo
El trabajo es el primer ámbito en el que se observa la presencia del crimen. Como en el resto del país, los comerciantes reciben llamadas de extorsión, algunas veces aterradoras por la precisión y cantidad de información que tienen los delincuentes; otras veces irrisorias por la forma de hablar de quien llama, por la imaginación de los malandros para inventar situaciones que lleven potencialmente a los comerciantes a caer en la estafa. “Llaman dos o tres veces por semana”, coincidieron varios comerciantes y restauranteros. Pero hay ejemplos adicionales de cómo el crimen organizado influye en el trabajo de las clases medias y altas. Cito dos de ellos. Algunas industrias, como las compañías madereras, son obligadas a vender su mercancía al crimen organizado, que luego revende los productos a otro precio. El margen de ganancia es tan escaso que, me dijeron, los empresarios prefieren traspasar el negocio o cerrarlo. El libre mercado y la protección a la propiedad privada, para algunos sectores de la población, han dejado de existir.
Otro ejemplo es el de las profesiones liberales. En la sierra de Durango, el crimen organizado autoriza el ingreso de médicos a los pueblos. Uno de ellos, que trabaja en un pequeño poblado en la profundidad de la sierra, me contaba cómo su pase de entrada o salida a la comunidad y su trayecto por carreteras y terracerías es vigilado y aprobado por un grupo criminal. Me habló también del temor que supone tener como pacientes a los malandros. Su consultorio es de carácter público y está financiado precariamente por el Estado: “a veces no tenemos ni aspirinas y con eso pretenden que curemos a unos tipos que te pueden matar”.
En la capital del estado llevé a mi madre, varias veces, a consultas médicas a hospitales privados. Al menos en dos ocasiones junto a mí, en la sala de espera, esperando su turno, había hombres toscos y distinguibles por su vestimenta: llamativas camisas Versace, playeras Lacoste, gorras Gucci, bolsas cangureras (belt bag) colgadas en el pecho, un radio en la mano y una pistola a la altura de la cintura, que sin mucho esfuerzo trataban de ocultar debajo de la camisa mal fajada. Era imposible no saber que estaban ahí, pero todos pretendíamos que no estaban ahí. Al menos una docena de personas —la secretaria, otros médicos, enfermeras, camilleros, empleados de limpieza y los otros pacientes en la sala de espera— tratábamos de comportarnos con normalidad en una situación claramente irregular: teníamos a dos o tres hombres armados al lado de nosotros y, por ello, evitábamos el contacto visual, bajábamos la mirada, hablábamos en voz baja e incluso limitábamos nuestros movimientos porque teníamos miedo.
Finalmente, un ingeniero me contó que tiene cuidado de saber quiénes son sus clientes potenciales cuando está por embarcarse en un trabajo, al aceptar construir una casa, por ejemplo. Conocía los rumores sobre clientes que son miembros del crimen organizado: pagan bien, pero pueden decidir no pagar; y se sienten autorizados para imponer castigos corporales a los constructores cuando el trabajo no es de su agrado. Una de las historias que compartió fue la de un arquitecto cuyo diseño y trabajo no gustó a los malandros. Estos lo detuvieron y lo “tablearon” durante días. Durango puede ser pacífico, pero esa paz se sostiene, en cierta medida, por la amenaza de la violencia.
Ocio
El ocio es afectado también por el crimen. Su presencia supone planear a dónde salir, a qué horas, cómo regresar a casa. Confieso que uno de los primeros hechos que llamó mi atención, y que luego me motivó a realizar esta investigación, está relacionado con la diversión, en particular con el consumo de cerveza. Me gustan las cervezas Corona y Victoria, dos de las más vendidas en México. Es difícil encontrar un bar en Durango que las ofrezca. La explicación que me dieron al respecto, varias veces, es que la venta de cerveza está controlada por el crimen organizado: “ellos” deciden qué vender. Es otro ejemplo de la falta de libre comercio de bienes lícitos. Irónicamente, el mercado está regulado, pero no por el Estado, sino por el crimen organizado. El caso ilustra también un contexto en el que los ciudadanos no gozan de plena libertad individual y económica, que son elementos importantes de una democracia liberal.
Un último ejemplo es el ecoturismo. La sierra de Durango ofrece un escenario ideal para actividades recreativas y deportivas en medio de la naturaleza: excursiones, senderismo, campismo, observación de aves, carreras de bicis, razers. Desde hace unos años, empresarios y organizadores de estos eventos me dijeron que tienen que pagar “derecho de piso” a la “maña” para poder realizar estas actividades en el territorio que los grupos criminales consideran como suyo. Según los testimonios, apenas el año pasado se vieron obligados, además, a pagar cuotas para pasar por ciertos caminos y poblados para llegar a su destino final. El libre tránsito en el estado está limitado. Así, los organizadores pagan, al menos, tres veces: primero, al gobierno del estado de Durango que autoriza la realización —en teoría— del evento; después, a miembros del crimen organizado que permiten el acceso por sus pueblos o caminos; y, por último, a otros grupos criminales en el destino final en el que se realiza la actividad.
La relación con el Estado
El crimen organizado repercute en la relación de los ciudadanos con el Estado. Aquí solo daré un ejemplo que, me parece, explica bien la situación. Los rumores afirman que cualquier empresario que busca montar un restaurante, un bar, o cualquier negocio en el que se ofrezcan bebidas alcohólicas, tiene dos vías para obtener un permiso. La vía larga y tortuosa es la oficial: enfrentar durante meses la burocracia estatal y, eventualmente, obtener la autorización requerida. La vía rápida —y preferida por la mayoría— es la de pedir el permiso a los malandros. Sí, ellos otorgan permisos para venta de alcohol. Este mismo testimonio lo escuché, incluso, de personas que trabajaban en la vida pública —en un partido político, por ejemplo— y que, de manera paralela, son empresarios. Es decir, personas que trabajan para el Estado, pero que consideran que es más fácil pedir un permiso al crimen organizado para realizar una actividad lícita: vender alcohol en una cafetería. Y, como dije antes, este permiso supone protección en caso de problemas: lidiar con algún borracho que no quiere pagar la cuenta. Es decir, en algunas áreas de la administración pública parece haber un gobierno paralelo que sí funciona.
Consideraciones finales
Termino estas notas con algunas ideas deshilvanadas, aún en proceso de maduración, pero que, creo, podrían contribuir a generar nuevas líneas de investigación.
Primero, ya existen análisis sobre cómo el miedo al crimen influye en la rutina de las personas. Con sofisticadas fórmulas econométricas, Vilalta (Reference Vilalta2014) confirmó lo obvio: las personas que viven en zonas gravemente afectadas por la guerra contra las drogas vieron sus actividades cotidianas seriamente perjudicadas: dejar de salir de noche, por ejemplo. Este tipo de estudios se basa en la percepción que tienen las personas de ser víctimas de un delito. Los hallazgos de mi investigación muestran un panorama más complejo. Durango no es un sitio violento y, aun así, las personas cambian su comportamiento ante la desconfianza de tratar con el crimen organizado que desempeña funciones de Estado, como autorizar una carrera de bicis en un parque ecológico. No se teme salir a la calle por el riesgo —aleatorio— de ser víctima de un delito, el desasosiego viene de la certeza de padecer las consecuencias del crimen que controla de facto actividades económicas y de seguridad: tomar un tequila adulterado en un restaurante, por ejemplo.
Segundo, el dominio del crimen organizado en Durango afecta a las clases sociales de modo distinto: con menos recursos económicos que las clases altas, las clases medias limitan sus salidas en la noche porque no siempre pueden pagar un Uber para regresar a casa. Otro ejemplo es el ecoturismo: actividades que antes eran gratuitas o accesibles, ahora son costosas por los permisos que los organizadores pagan al crimen organizado; son asequibles para quienes tienen ingresos altos. Esto hace eco de investigaciones similares y recientes, aunque realizadas en contextos violentos. Por ejemplo, Calonge Riello (Reference Calonge Riello2022) sugiere que, en América Latina, la percepción sobre violencia cambia con la clase social; y los efectos de dicha percepción contribuyen a conservar la condición de clase y cohesionar el comportamiento de los miembros dentro de esta. También, Villarreal (Reference Villarreal2022, 290) señala que el miedo al crimen tiene un “poder estratificador”, porque la clase condiciona los recursos disponibles para lidiar con dicho sentimiento. Mi proceso etnográfico, sin embargo, muestra un escenario más complicado, porque Durango está en paz y, aun así, las percepciones de los ciudadanos sobre esta peculiar tranquilidad, así como su contacto real y cotidiano con el crimen organizado, resultan en ciertas formas de lo que Pierre Bourdieu llamó, desde 1979, “enclasamiento” (según la traducción de su obra al español).
El poder estratificador de la presencia del crimen organizado no solo ha tenido secuelas sobre la situación y la condición de clase de algunos segmentos de la población, sino también en el tema racial. Como lo han mostrado distintos autores, a veces, los discursos y prácticas clasistas están entretejidos con los raciales y racistas (Iturriaga Acevedo Reference Iturriaga Acevedo2015; Moreno Figueroa y Saldívar Tanaka Reference Moreno Figueroa and Tanaka2016). La clase social está, con frecuencia, condicionada por el color de la piel: la clase baja, por ejemplo, tiende a asociarse con personas consideradas como “no-blancas” (Ceron-Anaya Reference Ceron-Anaya2022). Sin embargo, señala Ceron-Anaya (Reference Ceron-Anaya2022), el capital económico puede “blanquear” a algunas personas “no-blancas”, siempre y cuando estas se desenvuelvan entre las clases medias y bajas. Esto ha ocurrido, visiblemente, con algunos malandros en Durango. Los miembros de grupos criminales que vienen de clases bajas y de la sierra, por ejemplo, pueden ahora acceder a espacios que antes les estaban de facto prohibidos en la ciudad capital, espacios que eran domaine réservé de las clases medias: hospitales privados, centros comerciales, cafeterías y bares de moda, vivienda en gated communities o desarrollos residenciales donde las casas son nuevas e iguales unas a otras y en las que hay un guardia privado que autoriza la entrada. Pero el blanqueamiento tiene límites: las personas ligadas al crimen organizado, por más capital económico que tengan, no son aceptadas por las clases altas. En Durango, más allá del capital económico, las clases altas basan su condición de clase en su abolengo y su capital cultural. Gran parte de la aristocracia de los siglos XVIII y XIX sigue siendo la misma hasta el día de hoy. Es una sociedad profundamente endogámica. En la generación de mi madre aún puede escucharse el refrán heredado del final del periodo colonial: “Aunque la mona se vista de seda, mona se queda”.
Tercero, hasta hoy, y al menos desde la primera mitad del siglo XIX debido a la influencia de Tocqueville, hay la creencia de que las clases medias favorecen a la democracia liberal. Recientemente, distintos observadores han tratado de mostrar que, en América Latina, esto no necesariamente es así (López-Pedreros Reference López-Pedreros2019). En México, desde 1999, Soledad Loaeza evidenció que las clases medias florecieron en un régimen autoritario y llegaron a ser un obstáculo para la democracia. Por ello, sería interesante explorar su papel en un contexto en el que un gobierno formalmente democrático coexiste con un poder criminal, cuyas funciones se yuxtaponen. En el proceso etnográfico no faltaron narraciones sobre personas de clase media que innegablemente se benefician del crimen organizado, aunque este contribuya a subvertir algunos de los elementos de la democracia liberal: propiedad privada, Estado de derecho, libre mercado. Por ejemplo, escuché múltiples anécdotas de personas ordinarias —ajenas a actividades ilícitas— que contratan los servicios del crimen para cobrar una deuda, resarcir algo que se percibe como injusto, ocupar una propiedad privada, amedrentar a una de las partes involucradas en un proceso judicial.
Finalmente, la paz que impera en Durango parece resultar del hecho de que el Estado y el crimen organizado coexisten y gobiernan la polis al mismo tiempo. En América Latina, numerosas investigaciones han explorado las intersecciones entre el crimen y el Estado. Algunas ideas compartidas por estos estudios son las siguientes: que la irrupción del crimen ocurre siempre de modo violentísimo y en los márgenes (en las favelas, por ejemplo); y que ello es posible debido a la debilidad, ausencia o fracaso del Estado. No estoy seguro de que sea el caso de Durango. Quizá tiene razón Aldo Civico (Reference Civico2012) cuando afirma que hay más bien un “entrelazamiento” entre el crimen y el Estado, una relación de reciprocidad y complicidad. Y, como él, tampoco creo que esto se deba necesariamente a la debilidad del Estado. Pareciera ser más bien una especie de acomodo, que funciona de alguna manera para el Estado, que lo autoriza o lo tolera. Pero a diferencia de lo que dice Civico, en Durango, el poder del crimen organizado no es visible solo en los márgenes, sino en el centro. Por tanto, el control del crimen no solo es padecido por grupos marginales, vulnerables, racializados, y víctimas de distintos tipos de opresión —real o imaginaria—, sino también por las clases media alta y alta.
Concluyo estas notas con más dudas que certezas. La ciudadanía de Durango parece vivir en paz: es decir, en ausencia de lucha. Pero la palabra paz, etimológicamente, supone el establecimiento de un acuerdo. ¿Hay un pacto entre el crimen organizado y el gobierno? Asumí que el Estado era controlado por el Cartel de Sinaloa, pero mi colega Raúl Bejarano Romero, de la Universidad de California en San Diego, me advirtió que investigaciones periodísticas recientes evidenciaron que había otros tres grupos criminales: uno de ellos el poderoso Cartel Jalisco Nueva Generación (Atuesta, Pocoroba y Nava Reference Atuesta, Pocoroba and Nava2022). ¿Por qué no luchan entre sí en Durango y sí lo hacen en otros estados? ¿Por qué hay tan pocos homicidios? Entonces, ¿hay un acuerdo entre estos grupos criminales? No tengo manera de saberlo. Por eso prefiero decir que en Durango se vive en calma, del latín cauma: palabra acuñada originalmente para evocar el bochorno del calor de mediodía, cuando no hay viento, ni olas; momento del día en el que se suspenden actividades y todo está quieto. Pero se trata de una suspensión angustiosa, una tranquilidad incómoda, sofocante, efímera, quemante. No es casualidad que calma se relacione etimológicamente con cáustico, cauterizar y holocausto. ¿Cuánto tiempo más durará esta pausa sin violencia?
Más allá de la ausencia de conflicto violento, la presencia del crimen organizado ha perturbado el funcionamiento de la polis y la vida cotidiana de sus ciudadanos. El crimen organizado desempeña tareas básicas atribuidas al Estado desde, al menos, la Ilustración: cobrar ciertos impuestos a los ciudadanos y ofrecer a estos protección a cambio. Esa era la idea básica de los contractualistas, de Rousseau o Hobbes. Quizá estamos ante la emergencia de un nuevo tipo de contrato social.
Acknowledgements
Agradezco a Jorge Martínez Mercado por impulsarme a escribir este texto y por convencerme de enviarlo a estarevista. También, estoy en deuda con Raúl Bejarano Romero por la lectura crítica, inteligente y minuciosa que hizode los borradores que antecedieron a esta publicación. Finalmente, quisiera agradecer a los tres dictaminadores anónimos que, a petición de esta revista, leyeron estas notas: sus acertadas sugerencias permitieron enriquecer y mejorar este texto. Espero no haberlos decepcionado.