Según el modelo clásico de las pasiones en la filosofía (desde Aristóteles hasta Heidegger), el miedo es una emoción momentánea y violenta que ocurre cuando una persona se siente amenazada por algo malo o negativo y se ve obligada a actuar o, por lo menos, tomar una decisión para protegerse o proteger a sus allegados (la expresión “fight or flight” —lucha o fuga— es frecuente para describir este llamado a la acción). Es una experiencia individual y extraordinaria, que incluye el impulso de eliminarla para recuperar el estado no pasional: “the passion of fear is always the preface to a solution of fear”, afirma Philip Fisher en su estudio sobre pasiones o emociones impetuosas clásicas (151). De hecho, de acuerdo con Fisher, ninguna de las demás emociones violentas se compara con la intensidad afectiva y emocional del miedo, por lo que “[f]ear is what makes us relieved that each passion is only an episodic state and not a constant unchanging detail of our being” (151–152).

Sin embargo (y Fisher no soslaya este aspecto), el miedo también puede ser una disposición más o menos constante (cuando, por ejemplo, hablamos de una persona miedosa), un estado individual o colectivo, o una estructura de sentimiento, como diría Raymond Williams (128–135). A diferencia de la emoción impetuosa que, además de ser súbita, es intencional y direccional porque se orienta hacia/contra un objeto externo concreto, el miedo crónico es difuso y disperso. No comienza ni termina nunca, está presente siempre, como la gravedad (Fisher 110) o como un clima. Refiriéndose a los temores de la sociedad contemporánea, Zygmunt Bauman habla de un “miedo líquido” que “flota libre, sin vínculos, sin anclas, sin hogar ni causa nítidos; […] nos ronda sin ton ni son” (10). La amenaza que este miedo líquido produce “puede ser entrevista en todas partes, pero resulta imposible de [situarla] en ningún lugar concreto” (10).