Cumplió Isabel la palabra a su amiga la tabernera, y a la siguiente noche presentose el escribano en el camaranchón donde escondida estuviera.

—Siento mucho, tía Nicolasa, el fracaso que os ha sucedido; ¡ya se ve son trabajos que Dios manda!

—También yo lo siento, y más cuando se pasan tan injustamente; ¡qué infamia! Acusar a mi marido de haber asesinado nada menos que al mejor amigo de mi casa; él solo nos daba a ganar más en un día que otros muchos en un mes.

—Bien se conoce que vuestro marido, ni le convenía, ni era capaz de cometer tal acción, pero el brazo de la justicia es inexorable… ¿Si llegó el jurado de la collación Rodrigo Sánchez y hallara solo al muerto y a vuestro esposo teñidos de sangre sus vestidos…?

—Porque acudió a socorrer al infeliz.

—¿Si sucedió todo esto qué extraño es se le acuse? Se han practicado las más activas pesquisas para descubrir al matador, pues bien conocen los jueces que vuestro esposo no ha sido, pero…

—¿Qué hay con ese pero?

—Para satisfacer la vindicta pública, y resultando vehementes sospechas de ser vuestro marido el autor…

—¿Pues no me acabáis de decir que nadie cree tal cosa?

—O auxiliador, o cómplice, o encubridor del delito; por más empeño que yo ponga en sacarlo inocente, en primer lugar irá a galeras.

—¡Jesús! ¿A galeras?

—Por diez años.

—Como quien dice un día.

—Y luego, vendidos todos sus bienes…

—Eso es hablando en plata lo que más siento.

—Se aplicará la correspondiente parte al fisco; luego se satisfarán los gastos de justicia que siempre serán muchos, de modo que…

—Tendré que pedir limosna.

—Tarín, barín.

—Grande es en verdad el consuelo que me dais.

—Con todo, mediante a las piadosas entrañas que tengo, procuraré que nada de lo que os digo suceda, y espero que vos me digáis en pago lo que de Pedro el de la alquería sabéis.