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Limitaciones y posibilidades del recuerdo victimista en el Perú posconflicto: Una lectura del documental Tempestad en los Andes (2014) de Mikael Wiström

Published online by Cambridge University Press:  30 May 2022

Oswaldo Bolo-Varela*
Affiliation:
Facultad de Letras y Ciencias Humanas, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú
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Resumen

Este artículo analiza las representaciones centradas en la víctima del conflicto armado interno peruano que propone el documental Tempestad en los Andes (2014), de Mikael Wiström. A partir de este objeto cultural, se examinan las limitaciones y posibilidades que presenta la memoria victimista en el posconflicto peruano. El análisis parte de los significados contrapuestos que el filme articula para Augusta La Torre (líder de Sendero Luminoso) y Claudio Gonzales (estudiante universitario desaparecido). Por un lado, se reflexiona sobre el posicionamiento reconciliador que esta película sostiene en torno a la búsqueda de una víctima neutral merecedora de compasión, la reconstitución de un supuesto mundo andino devastado por la guerra y el énfasis identificatorio con el sufrimiento padecido. Esta interpretación del pasado reciente fuerza una reconciliación (un perdón normalizante) que no permite comprender las complejidades surgidas y, por el contrario, las sutura en vías de alcanzar una cura y unificación del cuerpo social fragmentado con la guerra. Sin embargo, por otro lado, también se analizan las posibilidades de reconocimiento, esas renegociaciones y apropiaciones que suceden desde los márgenes de este proyecto audiovisual: una reivindicación, breve pero real, que intenta reparar el olvido.

Abstract

Abstract

This article analyzes the victim-centered representations of the Peruvian internal armed conflict that Mikael Wiström’s documentary Storm in the Andes (2014) proposes. The analysis is developed from the opposing significance that the film articulates for Augusta La Torre (a Shining Path leader) and Claudio Gonzales (a disappeared university student). It reflects on the film’s position of reconciliation regarding the search for a neutral victim deserving of compassion, the reconstitution of an alleged Andean world devastated by the war, and emphasis on showing the suffering experienced. This interpretation of the recent past forces a reconciliation (a normalizing forgiveness) that does not allow us to understand the complexities of the current postwar situation; on the contrary, this position sutures them to try to achieve a unification of the social body fragmented by war. The article also examines the possibilities of recognition, those renegotiations and appropriations that happen in the margins of this audiovisual project: a claim, brief but real, that tries to repair oblivion.

Type
Human Rights, Gender, and Memory
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Copyright
© The Author(s), 2022. Published by Cambridge University Press on behalf of the Latin American Studies Association

Las dos décadas posteriores al término oficial del conflicto armado interno peruano,Footnote 1 se caracterizan por una producción cultural constante que posicionó, en el centro de sus discursos, a la memoria “como una actividad ética que acompañ[ó] las iniciativas de justicia transicional a nivel internacional” (Hibbett Reference Hibbett2019, 149). Al igual que otras experiencias de la región, el proceso de posconflicto peruano evidencia la disputa que diversos actores sociales —con disímiles discursos y poderes de legitimación— llevan a cabo en torno a la significación del pasado. Una de estas es la lucha desplegada por las producciones artísticas frente a las prácticas negacionistas de un sector de la clase gubernamental/empresarial (Jave Reference Jave2018) y a las insuficientes políticas de reparación del Estado peruano (Chávez Reference Chávez2015). Inspirados en el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) y de otras organizaciones de derechos humanos, diversos artefactos culturales —con plataformas de enunciación y lógicas de consumo distintas— posibilitaron una mayor conciencia ciudadana y una memoria política sobre el conflicto al haber “creado espacios para decir la(s) verdad(es)” (Dietrich y Ulfe Reference Dietrich and Eugenia Ulfe2019, 87). Gracias a la densidad de sus símbolos, estas producciones “están abriendo diversos espacios de interpelación política en la sociedad” (Vich Reference Vich2015, 14), puesto que la memorialización que desarrollan “genera información y activa formas de empatía […] movilizan al público e inspiran solidaridad hacia las víctimas de la violencia” (Saona Reference Saona2017, 11).

Sin embargo, al estar influenciadas por lo que propuso la CVR en su Informe Final (2003), la memoria cultural que muchas de estas producciones desarrollaron “ha estado vinculada a una atención preeminente hacia la víctima y a la creación de una comunidad empática con ella” (Hibbett Reference Hibbett2019, 149). El paradigma victimocentrista ha sido la principal representación que muchos artefactos culturales han posicionado en sus discursos sobre el conflicto interno peruano. Esto, debido a que la CVR —como estrategia de visibilización social— colocó en el centro de su relato las experiencias traumáticas que padeció un sector específico de la población peruana: los sujetos social, económica y culturalmente excluidos: las víctimas, “escuchar a las víctimas se convirtió en el trabajo central de la CVR: para ellas, ser escuchadas significaba no solamente el reconocimiento de los traumas sufridos, sino ser reconocidas por el Estado como ciudadanos legítimos cuyos derechos habían sido violados y que por lo tanto ameritaban reparaciones por sus sufrimientos y pérdidas” (Saona Reference Saona2017, 22).

Esta decisión se debió al difícil contexto en que desarrolló su labor: “la CVR no solo estaba rindiendo una batalla jurídica y política, sino que estaba envuelta en una lucha retórica y un proceso pedagógico” (Saona Reference Saona2017, 31). Algunos frentes de esta batalla fueron el intento por generar empatía hacia quienes vivieron la violencia, la inclusión ciudadana de los sujetos históricamente olvidados, el intento de contrarrestar las narraciones heroicas de los actores armados que negaban su accionar criminal, y el apoyo a las iniciativas de judicialización y reparación (Lerner Reference Lerner2015; Saona Reference Saona2017; Hibbett Reference Hibbett2019). Por ello, la CVR presentó un gran relato sobre el pasado donde “se priorizaban figuras que daban la impresión de ser ‘víctimas puras’, es decir, que no parecían contaminadas por alguna adhesión a Sendero Luminoso ni por práctica violenta alguna, y cuya identidad principal era la de haberse encontrado atrapadas ‘entre dos fuegos’” (Hibbett Reference Hibbett2019, 151).Footnote 2

Este es el relato (y el personaje central) que muchas de las producciones culturales realizadas en el posconflicto heredaron e hicieron suyo “como centro de una economía moral” (Hibbett Reference Hibbett2019, 149): la víctima como un sujeto neutral cuya experiencia traumática permitiría conocer una verdad, hacer memoria y lograr una reconciliación. Sin embargo, este paradigma posee algunas limitaciones, pues el significado que ofrece sobre la guerra interna peruana y sus participantes resulta insuficiente veinte años después. Algunas críticas hechas a este discurso/memoria cuestionan la simplificación que realiza de este periodo, el tratamiento paternalista que ofrece para los sujetos representados, la difuminación de los orígenes y causas de la guerra, la imposibilidad de comprender las razones de los victimarios (Hibbett Reference Hibbett2019; Bolo-Varela Reference Bolo-Varela2017). Este último aspecto resulta de particular interés para el tema que este artículo desarrolla. Constituir a la víctima sufriente y neutral en el sujeto que centralice la comprensión moral del conflicto expulsó al campo de lo repudiable e infame, de lo patológico e irracional, la existencia de los integrantes de Sendero Luminoso y el MRTA; por ello, sus ideas y acciones prototípicamente han sido comprendidas bajo la modalidad del desprecio y el rechazo absolutos (Bolo-Varela Reference Bolo-Varela2020). Son representados como sujetos ingenuos o fanáticos “que perdieron la razón, o mejor, que deliraron a causa de ella” (Ubilluz y Vich Reference Ubilluz and Vich2009, 266). Así, esta comprensión victimocentrista, además de legitimar su denominación como “terroristas”, los identifica desde la invalidación moral que ofrece su condición de victimarios, de no-víctimas: una identidad normalizada e incuestionable —y ya convertida en tradición cultural (Williams Reference Williams1988)— que los ubica como carentes de prestigio y poder. El o la terrorista solo puede ser victimario(a), perpetrador(a) y, como tal, “no es definido en términos positivos, sino en oposición a una víctima” (Ulfe y Málaga Reference Ulfe and Málaga2015, 174). De allí que las torturas, violaciones, asesinatos y desapariciones que las agrupaciones subversivas padecieron durante la guerra interna no sean reconocidas por los principales discursos/memorias en pugna (entre ellos el de la CVR). Dicho reconocimiento es solo para las víctimas, los sujetos no vinculados con el bando subversivo.Footnote 3

Muchas de las críticas a esta comprensión sólidamente asentada provienen de producciones culturales más o menos alejadas de las narrativas dominantes sobre el pasado. Testimonios (Gavilán Reference Gavilán2012, Reference Gavilán2019; Agüero Reference Agüero2015), poemarios (Agüero Reference Agüero2017), películas y documentales (Magallanes, dirigido por Salvador Del Solar, Perú, 2015; “Aquí vamos a morir todos”, dirigido por Andrés Mego, Perú, 2012), novelas (Salazar Reference Salazar2013; Pérez Huarancca Reference Pérez Huarancca2014) y demás artefactos —con diferentes alcances éticos y políticos— han dado cuenta de la complejidad polivalente que contiene categorías como víctima o victimario. Tempestad en los Andes de Mikael Wiström (Perú, Suecia, 2014), el documental que aquí se analiza, se inscribe en el abordaje de esta complejidad. Considero que este objeto cultural encarna de modo singular la discusión actual sobre la significación de este periodo histórico. Por ello, argumento que Tempestad en los Andes presenta de modo paradigmático los límites y posibilidades del recuerdo victimista, la búsqueda reconciliatoria que esta comprensión establece en el contexto de la posguerra interna peruana. Es decir, la propuesta ética que este documental desarrolla, si bien propondría representaciones inéditas y reivindicativas, funciona —principalmente— como un gesto de sutura que no logra comprender las complejidades y contradicciones surgidas en la búsqueda que emprende.

Demostraré este argumento en cuatro secciones y bajo una lógica inductiva: de la representación particular que se ofrece para un personaje, a la representación general que se propone en todo el filme. Inicialmente, caracterizaré el documental (resumen del argumento y líneas narrativas, vínculo con otros filmes, interpretaciones previas, etc.). Luego, discutiré cómo la categoría víctima opera en la representación de Augusta La Torre (un retrato compasivo orientado a consolidar una reconciliación que no comprende la complejidad surgida). Posteriormente, revisaré cómo este gesto reconciliador es parte de toda la trama que desarrolla el documental, por lo cual puede ser entendido como un ejercicio del buen recordar. Por último, sintetizaré las limitaciones que esta propuesta ética contiene, pero, también, las posibilidades reivindicativas que logra.

Documentar el desengaño y la reconciliación

Tempestad en los Andes narra la búsqueda que Josefin Augusta La Torre Eckermann y Flor Gonzales Barbarán desarrollan en torno a sus familiares desaparecidos: Augusta La Torre (líder del PCP-SL, esposa del mando principal Abimael Guzmán, muerta en 1988 y tía de Josefin) y Claudio Gonzales (estudiante universitario sin filiación política, muerto en 1986 mientras estaba encarcelado y hermano de Flor) (Figura 1). La historia de Josefin centraliza el relato: es su voz la que narra el documental y son sus hallazgos los que principalmente movilizan la narración. Por ello, tomando la forma de una epístola confrontacional con su padre, la búsqueda que documenta es una transición entre un saber que se ignora (pero presume) y un saber que, descubierto, horadará las enseñanzas paternas previas. Nacida en Suecia y educada por su padre bajo la idea de que las acciones de Sendero Luminoso fueron una gesta en favor de los pobres, la sobrina de Augusta La Torre conocerá en Perú más sobre los años de la guerra interna y qué rol cumplió su tía en todo ello. En este viaje la acompañará Flor y su tragedia familiar: el encarcelamiento injusto de su hermano, acusado de militar en Sendero Luminoso, y su muerte incierta, sin explicaciones ni reparaciones.

Figura 1. Afiche de Tempestad en los Andes (101 minutos).

Pueden identificarse cuatro hilos narrativos, intercalados en el documental (Sterckx Reference Sterckx2016). Primero: la búsqueda que Josefin hace sobre el pasado personal y los orígenes políticos de su tía a partir de las conversaciones con quienes la conocieron antes de ser la “camarada Norah” (su nombre como militante del PCP-SL). Esta línea narrativa ahonda en la complejidad que Augusta representa, pues es inscrita en una contradicción: ser victimaria y víctima a la vez. Segundo: la búsqueda de justicia que padece la familia Gonzales Barbarán —y que Flor enarbola— por el encarcelamiento, muerte y desaparición de Claudio. Este lado del relato se muestra como una exigencia de reivindicación, una tentativa de reconocimiento que la familia busca para su desaparecido y para sí mismos, puesto que reconocerlo oficialmente como una víctima es la oportunidad de reparar su prolongado sufrimiento. Tercero: la confrontación entre Josefin y Flor desde los vínculos familiares que ambas representan: la sobrina de quien es considerada responsable suprema de la violencia, frente a la hermana de una víctima pura, anclada entre los dos fuegos. Esto es evidente en las conversaciones que ambas sostienen en diversas partes del filme, las cuales transitan desde el desacuerdo inicial hasta un pretendido diálogo final de reconciliación. Cuarto: el doble escenario social en que transcurre el conflicto armado interno. Por un lado, el contexto internacional comunista que motivó el surgimiento de guerrillas y los sueños de revolución social. Y por otro lado, el contexto nacional de las comunidades indígenas que antes del conflicto participaron de la toma de tierras campesinas: se enfatiza la histórica desigualdad socioeconómica que antecedió a Sendero Luminoso y prosiguió luego de su derrota, así como la posibilidad de retornar a esas tierras y recuperar lo devastado por la guerra.

Al igual que otros artefactos producidos en el contexto de la posmemoria (Hirsch Reference Hirsch1997; Sarlo Reference Sarlo2005; Quílez Reference Quílez2015; Basile y González Reference Basile and González2020), este es un documental que aborda la violencia política peruana desde una óptica intergeneracional. No obstante, se diferencia de otros audiovisuales de temática similar por el vínculo que establece con sus protagonistas. Mikael Wiström (Estocolmo, 1950) no es familiar de los personajes principales y, aunque retrató al padre de la familia Gonzales Barbarán durante la toma de tierras de los años setenta, no posee un vínculo íntimo con ellos, por lo que la historia que cuenta no es su historia. Algo infrecuente en varios filmes intergeneracionales (y clásicos) de la región como Los Rubios (dirigido por Albertina Carri, Argentina, Estados Unidos, 2003) o Papá Iván (dirigido por María Inés Roqué, México, Argentina, 2004); o peruanos, como Alias Alejandro (dirigido por Alejandro Cárdenas, Alemania, 2004) y Sibila (dirigido por Teresa Arredondo, España, 2012), los cuales testimonian —a través de sus directores/protagonistas— su experiencia directa con el familiar retratado. Estos dos últimos documentales retratan la vida de un padre y una tía integrantes del MRTA y del PCP-SL, respectivamente, algo que les permitirá contraponer su recuerdo íntimo-familiar (y marginal) a la memoria cultural más oficial y hegemónica (Bolo-Varela Reference Bolo-Varela2020). Por el contrario, en Tempestad en los Andes tal contraposición no existe: a través de diversos rasgos que explicaré más adelante, se propone constantemente una salida reconciliatoria para las complejidades y contradicciones surgidas durante el relato. Este es un rasgo que ha sido valorado positivamente por diversas interpretaciones. Así, por ejemplo, De Vivanco (Reference Vivanco2018, 144) encuentra que este documental “se ajusta a los términos de la justicia restaurativa, especialmente en lo que respecta a la valorización del encuentro de narrativas y emociones que conducen al entendimiento mutuo”. Malek (Reference Malek2016, 81), por su parte, señala que la búsqueda realizada durante todo el trayecto fílmico permite “cerrar cicatrices psicológicas profundas para ambas protagonistas”. Sterckx (Reference Sterckx2016, 29–30) comenta que el documental propone “un sentimiento universal que tiene el poder de unir y conectar a la gente”, lo cual permite que “esta población, que ha sido aterrorizada de la manera más horrible, pueda reconciliarse con su pasado reciente”. La interpretación que fundamento en este escrito problematiza precisamente la búsqueda reconciliatoria que Tempestad en los Andes promueve, pues considero que si bien esta resolución expresa las posibilidades más audaces del documental (un gesto reivindicativo que ilumina zonas inéditas de la guerra y sus participantes), también exhibe sus limitaciones más conservadoras (un intento de sutura que limita los hallazgos del propio filme). Esta problemática se expresa en el retrato compasivo que propone y generaliza, el cual desarrollaré a continuación.

Retrato compasivo e incomprensión de la complejidad

Entender es la consigna de la búsqueda que Josefin realiza. Sollozando, le dice a la familia de Claudio: “Llegué a Perú con ojos frescos, no sé mucho de la realidad que ustedes tenían, pero yo estoy aquí para entender” (min. 17:38). Entender qué sucedió durante el conflicto armado interno, qué era Sendero Luminoso y, principalmente, quién era su tía Augusta La Torre. Lo hallado será radicalmente distinto a lo que su familia narró: el discurso extendido y aceptado sobre el conflicto interno peruano no concibe a Augusta como una heroína, ni a Sendero Luminoso como un partido dirigido desde el pueblo, menos aún asume que su lucha fue “una revolución a favor de los pobres en Perú” (min. 1:42). Esta refutación es un aspecto saldado con rapidez en el documental. La gran responsabilidad de Sendero Luminoso en el conflicto es un punto que Josefin (y el documental con ella) asume y enuncia desde los primeros minutos: “tuvieron un sueño para este país, era un sueño de derechos iguales para todos, pero el sueño se convirtió en la pesadilla más terrible” (min. 9:10), monologa. Por el contrario, la resignificación que, con la búsqueda, encuentre para su tía resultará una comprensión difícil de aceptar.

A lo largo del filme se explora y propone una nueva representación para Augusta. Son diversos momentos en los cuales la camarada Norah es significada no como un ser despiadado o asesino a priori (como suele presentarse de modo estereotipado al sujeto senderista), mucho menos como el propio Sendero Luminoso la concibe —una “probada comunista, gran dirigente, ejemplo imperecedero de dar la vida por el Partido […] La más grande heroína del pueblo” (Comité Central del PCP 1989)—, sino como una persona que no llegó a ser aquello que los demás esperaban, pues truncó esta posibilidad al relacionarse con Abimael Guzmán y su grupo político. Wiström articula esta significación unificando las declaraciones que los entrevistados brindan, las mismas que dan cuenta de una mujer pasiva y juvenil —incluso ingenua e inexperta— cuya vida fue frustrada. Una pareja, fotógrafos de Augusta, la definen como una persona con mucha sensibilidad que pudo “haber sido una mujer que logre estatus, prestigio y muchas cosas” (min. 22:10), pero que a raíz de su relación con Abimael Guzmán tuvo un fuerte cambio y eligió “el camino de la violencia” (min. 22:34). Varios otros entrevistados la recuerdan como una joven alegre, líder, orgullosa de sus raíces, pero que quedó subyugada ante Guzmán, su esposo, mucho mayor que ella, quien encendió sus ideas de cambio y justicia social. Así, Augusta es mostrada como alguien que pudo ser algo más (de hecho, lo era), hasta que Abimael Guzmán la condujo (bajo la anuencia familiar) por el camino de la violencia. Se trata de una exculpación, un reposicionamiento de su agencia: no es una heroína o una sanguinaria asesina (como se la venía representando), sino una víctima de Abimael. Alguien que —¿acaso como tantos otros?— se sometió al pensamiento Gonzalo.

Josefin intentará asumir este discurso. En diversos momentos de la película acusa al líder del PCP-SL de poseer un control total sobre Augusta: no solo cambió su vida, aun muerta su poder sigue ejerciéndose sobre ella (solo él y la cúpula senderista saben de qué y cómo murió, dónde enterraron su cuerpo). En una parte de la conversación que mantiene con la familia de Claudio deja clara esta posición, Flor le pregunta “¿tú qué sientes por Abimael?”, Josefin, llorando, le responde: “a veces yo odio a él [sic], seguramente sabe qué pasó con Augusta” (min. 91:41). En otro momento incide en que “Augusta también era una hija, era una hermana” (28:59), de cuyo final su familia también quiere y merece saber. Esto es algo que Wiström registra bien al mostrar los restos incautados por la policía y al colocar la voz en off de Josefin expresando el dolor familiar por la desaparición de su tía muerta y por la ausencia de objetos personales que les permitan recordarla (Figura 2). También lo expresa al proponer una traslación comparativa en la que una pintura con el perfil de Augusta es reemplazada por su fotografía (Figura 3): un intento por demostrar que, con lo investigado y escuchado por Josefin, se está pasando de ese retrato público senderista (cómo la ven) a uno más íntimo (cómo realmente es), el retrato real de Augusta que solo su sobrina y unos pocos poseen. La protagonista lograría, como anota De Vivanco (Reference Vivanco2018), “algún grado de ‘reivindicación’ para su tía […] al humanizarla”. El proyecto audiovisual exhibiría cómo lo descubierto por Josefin permite ubicar a Augusta bajo un rol distinto, como si fuera una víctima más: se la presenta como una mujer que sucumbió —por inexperiencia, por ingenuidad, por amor— ante el poder de Abimael Guzmán. Pero si bien este retrato resulta menos maniqueo (enfatiza una mirada compasiva para un personaje prototípicamente demonizado), es insuficiente, pues omite su rol político. Ni la protagonista, ni la historia mencionan de manera explícita su activa participación durante la guerra, su liderazgo senderista o sus incursiones armadas. No hay imputación directa para Augusta (o, en todo caso, solo la hay limitadamente), lo que sí prevalece es una mirada parcial, compasiva.

Figura 2. Urna que conserva los objetos personales de Augusta La Torre.

Figura 3. Fotogramas de la traslación comparativa entre el retrato público y privado de Augusta.

Esta representación, además, merece ser brevemente comentada desde una lectura de género. Es decir, esta nueva significación que el documental propone para la camarada Norah la presenta como una mujer enamorada antes que una mujer política, pues sugiere (primero a través de los entrevistados y luego desde el recuerdo que posiciona su protagonista) que el amor marital motivó su participación en la subversión. Esta representación constituye una forma de invalidarla y desacreditarla, puesto que no solo la sitúa como inferior en relación con los presumiblemente desapasionados, racionales y masculinos revolucionarios, sino que también le resta injerencia en el liderazgo político que asumió. Como muchos estudios han demostrado (Kirk Reference Kirk1993; González y Maldonado Reference González and Maldonado2016; Zapata Reference Zapata2017; Guiné y Huamaní Ángeles Reference Guiné and Ángeles2018; Encarnación Pinedo Reference Pinedo2020), el rol de la mujer en esta agrupación política fue fundamental. Si bien el PCP-SL no implementó una política de género integral, “permitió una participación diferente para las mujeres, la creación de nuevos roles femeninos y un cambio significativo en la vida de muchas de ellas” (López Reference López2017, 122). En el caso específico de Augusta La Torre, su participación política se forjó desde sus vínculos familiares (Heilman Reference Heilman2010) y su liderazgo habría contribuido a consolidar un feminismo proletario (Guiné Reference Guiné2016).

Por ello, significarla compasivamente como víctima —esto es, mostrarla bondadosa, juvenil, solidaria y virtuosa— no es solo un intento por contrarrestar la caracterización malvada o insana con que se ha significado a ella y a sus copartidarios (los llamados terroristas), sino también un modo de despolitizarla. Se enfatiza su rol humanitario-pasivo/ingenuo antes que sus acciones políticas. Es, finalmente, un modo de sintetizar las razones por las cuales ella merecería ser comprendida y perdonada. Así, la construcción compasiva de Augusta tendría como finalidad una propuesta reconciliatoria: ella debe ser perdonada porque también es una víctima, y lo es porque fue una buena persona, alguien inocente. El problema de esta significación no radica en el merecimiento o no del perdón (de hecho, pensar en la ambivalencia de merecerlo y a la vez no es una lógica necesaria que se explicará párrafos abajo). Lo problemático aquí radica en la unilateralidad totalizante con que es sostenida esta significación. Es decir, en el afán de resignificarla, Josefin omite la participación política de su tía y reproduce la parcialidad que precisamente rechaza de la representación oficial (que la aborrece) o de la versión paterna y senderista (que la glorifica). Su retrato compasivo es un intento tan polarizado como aquel que solo la significa como malvada o como heroína. Y esto porque Augusta (y los personajes como ella: los terroristas) es mucho más compleja que solo una representación épica, infame o victimista: es todos estos significados a la vez. Algo que Josefin —y el filme con ella— no logra comprender.

Esta representación compasiva sobre Augusta no logrará consolidarse en el documental, pues Flor y su familia demostrarán su insuficiencia. Ellos recordarán (a Josefin y a los espectadores) que, a pesar de esta inocencia declarada, Augusta también estuvo involucrada de manera directa en la subversión, aquella que motivó el encarcelamiento y posterior asesinato de Claudio y tantos otros. En varias escenas reconvienen el accionar de Augusta, mostrando la contraparte del retrato compasivo: “fue la segunda, fue la segunda cabeza, después de Abimael estaba ella” (min. 28:21), le dice Flor a Josefin. Más adelante, de forma contundente, insiste: “yo tengo miedo de que se me vincule con la familia de Josefin. Lamentablemente, nosotras estamos en posiciones distintas, muy, pero muy distintas. Y como en una conversación anterior le dije: la guerra no fue emprendida por mi hermano, fue emprendida, prácticamente, por su familia” (min. 70:21). El contraplano de esta declaración es Josefin que escucha y llora en silencio, con impotencia y desconsuelo. La acusación de Flor la remuerde: le recuerda la responsabilidad de su tía en el inicio del conflicto, en la violencia desplegada, en los muertos provocados por su organización política. Esta acusación es la razón por la que Augusta no puede ser contemplada únicamente bajo este cariz compasivo desde el cual se busca construir un perdón reconciliatorio.

Derrida (Reference Derrida2003) ha señalado los riesgos de concebir al perdón como un medio de reconciliación universalista: propicia una normalización, es decir, un intento de reconstituir la supuesta salud del cuerpo social dañado en torno a un todo unificado y, muchas veces, incuestionable. Un proceso de reconciliación a través del perdón es un intento por cerrar —muchas veces de manera forzosa— las contradicciones surgidas con la irrupción del trauma, de las heridas, del dolor. Por ello, explica, “el perdón no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante [como se pretende con la representación compasiva de Augusta]. Debería permanecer excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible: como si interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica” (Derrida Reference Derrida2003, 12). De allí que la aparente paradoja de merecer y a la vez no el perdón resulte un lugar más enriquecedor para el debate que la otorgación o negación de este. Y ello porque “un perdón ‘finalizado’ no es un perdón, es solo una estrategia política o una economía psicoterapéutica” (Derrida Reference Derrida2003, 29). Un perdón determinado es “cualquier cosa menos puro y desinteresado”; por el contrario, resulta “una ‘retórica’ […] para saltear la etapa del derecho” (Derrida Reference Derrida2003, 26, 30). Te perdono y, así, te excuso. Es contra este intento de clausura —contra esta estrategia política— que se alza la voz de Flor: contra el perdón normalizante que intenta sostener Josefin sobre Augusta, contra esa lógica de comprenderla solo bajo determinadas características y no en toda la complejidad contradictoria que representa. Flor rechaza este perdón que pretende dar por terminado —por reconciliado— lo que debe permanecer sin fin: la responsabilidad que Augusta, aun con esa mirada compasiva, posee sobre las muertes de personas como Claudio.

La respuesta de Josefin a esta confrontación será un cuestionamiento parcial. Esto, si bien no modifica del todo el perfil compasivo que enuncia, apertura algunos resquicios que le permiten dudar del rol ejercido por Augusta en el conflicto. Por ejemplo, cuando conoce la antigua casa de la familia La Torre, le dice a su padre: “Papá, abajo en el valle está el fundo Iribamba. Allí creciste junto con Augusta. Todos lo describen como un paraíso. Ahora está abandonado y destruido por la guerra que inició Abimael y Augusta” (min. 29:47). Esta es una de las pocas declaraciones donde la protagonista señala una responsabilidad política directa hacia su tía. No obstante, este cuestionamiento no pasará a más y solo se mantendrá en una sorpresa inicial ante lo descubierto, un desconcierto preliminar y superficial. A Josefin le será difícil comprender cómo su tía posee, además de las virtudes descritas, la responsabilidad por los crímenes cometidos. Le resultará imposible entender que la camarada Norah incorpora, como declara el mismo director del filme, “un profundo sentimiento de vida adentro de todo el sufrimiento” (Wiström Reference Wiström2014). Es decir, Josefin duda de la imagen compasiva otorgada a su tía, pero no logra convencerse ante la posibilidad de una significación compleja para ella. Esto se refleja en una de las escenas climáticas, cuando Josefin, llorando, declara: “Hay una cosa que yo no entiendo: toda la gente dice que Augusta era una persona muy sencilla, muy lógica, inteligente, bonita … pero ella salió con esta organización que han [co]metido unos errores muy grandes. Y eso yo no entiendo, porque es como [que] ella era un personaje con dos personalidades: una persona que era muy suave y una persona muy fuerte, con la política y todo” (min. 69:13).

Este no comprender la dualidad en Augusta, aparentemente contradictoria, es algo que Josefin reitera en otras ocasiones. Hacia el final, por ejemplo, dice: “Yo he descubrido [sic] mucho de Perú: la guerra, lo que pasó en el campo, con los campesinos … y es difícil comprender que Augusta era parte de eso también” (min. 95:56). Estas declaraciones revelan el nuevo posicionamiento subjetivo que la protagonista del filme desarrolla: una sorpresa estática y desconcertante ante la ambivalencia contradictoria que Augusta implica, pero no un intento por explorar y, menos aún, explicar esta contradicción. Es decir, se trata de una verdad que confronta y avergüenza —que interpela— pero ante la cual Josefin (y, a través de ella, el documental) mantiene un asombro inmóvil. ¿Por qué no se profundiza en la complejidad que ha surgido? ¿Qué impide y obstaculiza la generación de algún intento de comprensión en torno a esa aparente incompatibilidad entre suavidad y dureza que se logra nominar, pero no escrutar? Para entender por qué el hallazgo desmitificador de Josefin no logra consolidarse en una apertura movilizante hacia la complejidad surgida, es necesario revisar otros momentos de Tempestad en los Andes y profundizar en la propuesta ética que Wiström sostiene: una búsqueda forzosa de reconciliación, un ejercicio del buen recordar.

Legitimando y forzando la reconciliación: buen recordar y (sobre)identificación

El inicial retrato compasivo de Augusta y la posterior imposibilidad de comprenderla bajo la complejidad que representa no es un rasgo aislado en el documental; es parte de la propuesta general que articula esta película. El planteamiento de una reconciliación como medida resolutiva del conflicto heredado es un fin constante: está presente en diversos momentos. Es una idea que el propio director reafirma al declarar que, en el escenario de posguerra peruano, “la reconciliación sí se puede dar” (Wiström Reference Wiström2014). Dicha búsqueda de reconciliación es, asimismo, un rasgo que otras interpretaciones destacan como un elemento positivo del filme (Sterckx Reference Sterckx2016; De Vivanco Reference Vivanco2018; Malek Reference Malek2016). Sin embargo, considero que esta es una comprensión que debe ser problematizada, pues consolida una interpretación restrictiva de la violencia política peruana. Para demostrar este punto, recurriré a lo que Denegri y Hibbett (Reference Denegri, Hibbett, Denegri and Hibbett2016, 24) describen como el “rol ético que tendría el recordar los años de violencia”; específicamente, a lo que las autoras denominan el “buen recordar”.

Sintetizado en el gesto de cicatrizar la herida abierta en el cuerpo social, el buen recordar plantea la necesidad de alcanzar una verdad consensuada en torno al pasado, una narrativa que pueda identificar y curar (de modo individual y colectivo) a las personas afectadas (Denegri y Hibbett Reference Denegri, Hibbett, Denegri and Hibbett2016). La obtención de esta verdad común se lograría mediante una empatía con la víctima, a través del enaltecimiento del sujeto que rememora su dolor ante los demás. El público, hasta entonces renuente, necesita escuchar el testimonio de los sujetos sufrientes para que así, ambos, testigos y escuchas, “queden unidos en el proceso terapéutico de reconocimiento colectivo de una herida común, es decir, en su cicatrización” (Denegri y Hibbett Reference Denegri, Hibbett, Denegri and Hibbett2016, 28). Solo abriendo, enunciando e identificando una herida que permanecía oculta para la gran mayoría —esto es, reconociéndola y curándola a través de su comprensión colectiva— se podrá plantear un nuevo proyecto de país. Solo con el cuerpo social ya encostrado se lograría una reconciliación nacional. Sin embargo, el buen recordar necesita ser cuestionado: “por un lado, por lo que implica acerca de la restitución de un supuesto pasado armonioso perdido, y por el otro, porque parece aludir a un posible desplazamiento de la difícil pero necesaria transformación estructural, por un acuerdo alcanzado entre los actores del conflicto” (Denegri y Hibbett Reference Denegri, Hibbett, Denegri and Hibbett2016, 26).

Es decir, la lógica de esta propuesta reconciliatoria posee un “razonamiento de temporalidad lineal” que —confiando en un progreso político y social— propone dejar atrás el pasado y comenzar un nuevo presente: transformar el cuerpo social a la luz de esta supuesta verdad descubierta. Se buscaría, así, “develar la verdad para exponer el mal y purificar el cuerpo social” del pasado traumático (e ignorado). Y este intento de purificación —una salvación secular, una redención que inauguraría una promesa de futuro— es “el eslabón implícito entre verdad y reconciliación que este ‘buen recordar’ da por hecho, […] una salvación que no es el cielo de los evangelios, sino el ideal de democracia a la que una nación moderna como el Perú aspira” (Denegri y Hibbett Reference Denegri, Hibbett, Denegri and Hibbett2016, 28, 29).

El buen recordar, por tanto, se presenta como una teleología que —amparada en la empatía como forma de enaltecimiento y en la visión de progreso a partir de una verdad única— propone una cura normalizadora y despolitizada, una reconciliación que legitima cierto olvido para seguir existiendo como conjunto social curado, reparado. Sin embargo, la propuesta de restablecer el paradigma democratizador que modernizará el país (un paradigma cooptado por la lógica neoliberal),Footnote 4 dice muy poco, casi nada, sobre la violencia estructural —el “síntoma de una configuración social que atraviesa las periodizaciones de la historiografía”— originada (y aún persistente) en “la constante marginalización de gran parte de la población con respecto al derecho y la ciudadanía” (Denegri y Hibbett Reference Denegri, Hibbett, Denegri and Hibbett2016, 29). Es decir, en el intento por restituir lo fracturado del colectivo social, la memoria expresada como un buen recordar desarrollaría una forzosa tentativa de cierre: se deja de lado la reflexión en torno a las causas estructurales de la violencia, y se asimila el monovalente discurso del futuro desarrollo económico de la nación, muchas veces, negacionista de lo acontecido. Se trataría, como señalan Ubilluz, Hibbett y Vich (Reference Ubilluz, Hibbett and Vich2009, 10) en torno al silencio impuesto por ese no querer saber el pasado, de un “imperativo a reconciliarse a cualquier precio, incluso al precio de la verdad, [el cual] está ligado a la prisa por subirse al tren de la globalización capitalista”. Por ello, esta es una interpretación limitante. Y es en ella que Wiström inscribe su documental. Es una propuesta de reconciliación forzosa que, en este relato, se visibiliza a través de tres aspectos: la identificación y consolidación de una víctima neutral, la manifestación idílica del mundo andino, y la repetición compulsiva de lo sufrido.

Enunciar una víctima neutral, libre de culpas (es decir, ajena a uno u otro bando armado), es un propósito constante en el filme. Se busca identificar a los que estuvieron en el medio, aquellos que permanecieron entre los dos fuegos, relacionados con estos grupos solo a través del sufrimiento que les provocaron. “El terror de los paramilitares del gobierno y Sendero Luminoso llevaron al Perú cada día más cerca del abismo” (min. 87:04), narra Josefin. A través de sus reflexiones y el testimonio de otras personas, se cuenta cómo las Fuerzas Armadas realizaron diversos abusos y ataques injustificados, puesto que “para ellos no había inocentes” (min. 23:18). Asimismo, se relata cómo “Sendero también contestaba con brutalidad, matando muchos inocentes” (min 23:42). El intento por configurar a un sujeto inocente —ajeno a las acciones de los actores armados pero afectadas por estas— se advierte también cuando Josefin reflexiona sobre el sufrimiento de estos individuos, siempre presente y solo actualizado con la guerra interna: “parecía que nada había cambiado desde que Huamán Poma escribió su libro: todos son contra los pobres, no hay remedio” (min. 58:59). De la misma manera que con Augusta, lo que el documental está generando con estas caracterizaciones es la construcción de una víctima despolitizada. Hombres y mujeres inocentes, pobres, sufrientes: esas son las víctimas. Todos afectados por una guerra que no es la suya, en la que supuestamente no participaron, con la que no se habrían comprometido. Como le dice un traductor quechua a Josefin (y que el documental posiciona como respuesta al testimonio desgarrador de una mujer violentada): “al final los que hemos sufrido son los inocentes” (min. 66:28). Esta es una construcción idealizada que confirma “los estereotipos del campesino víctima, ya que solo se deja la palabra a campesinas que perdieron sus seres queridos ‘completamente inocentes’, distanciándose así de otra clase de víctimas ‘sucias’, vinculadas a Sendero Luminoso. Wiström ha dejado de lado la oportunidad de crear un panorama aún más matizado” (Sterckx Reference Sterckx2016, 58).

Es cierto que desde esta posición puede establecerse esa reconciliación curativa enunciada desde el buen recordar: se las presenta como personas no culpables, moralmente limpias, a quienes se debe escuchar y —a partir de su dolor, que es el de todos— reparar para (re)constituir. Pero es una representación limitada de la agencia de estos sujetos, pues ellas y ellos no son absoluta y puramente inocentes, sino también activos partícipes del conflicto armado. Como lo ha explicado Theidon (Reference Theidon2004, 20): “la idea de ‘estar entre dos fuegos’ no nos ayuda a entender la violencia brutal que involucró a pueblos enteros ni que había un tercer fuego, compuesto por los mismos campesinos”.

Esta significación neutral y aséptica se ve refutada desde estudios recientes que complejizan este rol parcial al señalar que, durante la guerra, muchas de las ahora consideradas víctimas formaron parte de, o colaboraron con, uno u otro bando (Ulfe Reference Ulfe2013; Ulfe y Málaga Reference Ulfe and Málaga2015; Theidon Reference Theidon2004). Sin embargo, en el filme, son los propios personajes del relato quienes impugnan esta posición. Aunque mostrado en escenas breves y a través de diálogos marginales, Flor y su familia no se presentan a sí mismos como víctimas neutrales o sujetos solamente sufrientes. No se declaran ajenos a las luchas políticas: el patriarca de la familia relata parte de las huelgas campesinas (las mismas que narraban los cuentos de Claudio). No reproducen la estereotipada versión del “movimiento terrorista más sanguinario que ha conocido el Perú” (El Comercio 2012), sino que le dan crédito a lo inicialmente realizado por esta agrupación política, pero señalando que desviaron sus propósitos, que confundieron las realidades de distintos procesos revolucionarios y que, por tanto, son culpables de la violencia desatada. La propia historia de Claudio es presentada por su familia como alejada de esta neutralidad: se cuenta que él comulgaba con ideas de justicia social (de las que Flor declara sentirse orgullosa) que empataban con las de Sendero, pero que nunca participó completamente en esta agrupación porque no estaba dispuesto a abandonarlo todo por el Partido. Es cierto que hay una búsqueda y una afirmación de inocencia para Claudio, pero esta —como se explicará en el siguiente apartado— posee orígenes disímiles a los sostenidos por Wiström: es una resolución jurídica (por su asesinato mientras cumplía una condena que no le correspondía) antes que una posición ética. De modo que la familia Gonzales Barbarán, con Flor a la cabeza, así como rechaza el intento de Josefin por retratar a Augusta solo desde una significación compasiva, rechaza también los intentos de Wiström por ubicarlos dentro del paradigma de víctima neutral que conlleva el buen recordar.

Esto es algo que el documental de Wiström no destaca o centraliza, por el contrario, gran parte del relato, prescindiendo de lo planteado por Flor y los suyos, o solo mostrándolo de manera aislada, se encamina hacia la edificación del sujeto sufriente, el cual debe ser reparado, con el cual hace falta reconciliarse. Esta situación se refuerza con otro rasgo frecuente en el documental: el intento por reconstituir ese mundo andino devastado por la guerra. La referencia a un tiempo de autonomía justa y de convivencia armónica entre campesinos, ya perdido, se evidencia en varias escenas. Ejemplos de ello son la visita de Josefin a la antigua casa de su tía Augusta (descrita como un antiguo paraíso que hoy luce desierto), la narración de las luchas campesinas de los años setenta (donde se glorifican las reivindicaciones campesinas sucedidas antes de la guerra) o incluso la narración que se hace del mundo andino al hojear el libro de Huamán Poma (leído como un ensalzamiento al reino de los incas y un lamento de su perdición a mano de los españoles). Pero es la escena final —aquella que cierra lo sostenido en el filme— la que mejor describe el deseo por posicionar el retorno a un pasado supuestamente armonioso. El documental acaba con un conjunto de imágenes campestres/comunales: cerros rodeados por nubes, una olla sobre el fogón, animales sobre el descampado, riachuelos, plantas silvestres, mujeres ensogando corderos, muchas personas yendo a trabajar la tierra (Figura 4). Y participando de esta estampa, la familia del desaparecido Claudio: caminan, ríen, son mostrados como parte de la comunidad. Mientras estas imágenes idílicas suceden, un conjunto de arpas, entonando nostalgia, acompaña la escena. Sumándose a la composición, la voz de Flor recita un texto escrito por su hermano: “Mirando al cielo sonreía, recordando cómo se despidió llorando, como nunca lo había hecho. Hace varios años, seis, cinco años, había dejado su querencia, su terruño. Ahora volvía, regresaba, según él, para siempre” (min. 98:33). Es un texto que celebra el retorno. Junto a las imágenes descritas, la música y al modo hierático en que se lee el texto, esta escena constituye una apología a la reconstrucción de este mundo andino perdido, devastado por la guerra. Wiström concluye su proyecto audiovisual restaurando ese pasado calmo: coloca a sus personajes regresando a las actividades normales del lugar (trabajar, cantar, vivir en ese paisaje sereno). Es un intento por representar una reconciliación —el cierre de la herida— a nivel comunitario.

Figura 4. Fotogramas de la escena final de Tempestad en los Andes.

Pero esta búsqueda reconciliatoria no solo se evidencia en la consolidación de una víctima neutral o la reconstitución de un armonioso pasado perdido. También se visibiliza en el modo como el director se involucra transferencialmente con lo que muestra su cámara. En el intento por explicar la relación que entabla el observador de determinados procesos sociohistóricos con los recuerdos de experiencias traumáticas, LaCapra (Reference LaCapra2005, 159) señala que una de las posibilidades existentes para esta relación es la identificación plena del observador con el proceso rememorado por la víctima: “Hay algo en la experiencia de la víctima que tiene un poder compulsivo y debe despertar nuestra empatía, pero la empatía puede llegar al punto de la fascinación o la identificación, en la cual uno se transforma en una especie de víctima sustituta y asume la voz de la víctima”.

Esta sobreidentificación con la persona que rememora es referida como acting out e “implica la intención de vivir la experiencia del otro o hallarse viviéndola sin haber tenido la intención de hacerlo” (LaCapra Reference LaCapra2005, 160). Es decir, debido a que el entrevistador, investigador o analista de la víctima se relaciona empáticamente con ella (y con lo que esta ha sufrido), la repetición compulsiva de lo narrado se establece como una prioridad. Así, se desarrolla “la tan mentada contagiosidad del trauma, el modo en que este se propaga e invade incluso al entrevistador y al comentarista” (LaCapra Reference LaCapra2005, 156). El proceso que establece el acting out —esa tendencia a valorizar el trauma, guardar una suerte de fidelidad a la experiencia sufrida y resistirse a pensar críticamente lo padecido— es comprensible en el caso de las víctimas, “para quienes romper un lazo inquietante con el pasado puede sentirse como algo equivalente a traicionar a los íntimos que murieron o quedaron destruidos” (LaCapra Reference LaCapra2005, 158). Pero para quien no ha vivido el trauma y está “en situación de soportar otras demandas, especialmente en lo que respecta a formas de pensamiento vinculadas a la acción y la política” asumir este proceso resulta peligroso, puesto que “uno se transforma en víctima sustituta y en sobreviviente, justificando un enfoque de la vida y de la política injustificable para alguien que no ha sufrido experiencias arrasadoras” (LaCapra Reference LaCapra2005, 159). De esta manera, el acting out no posibilita la aceptación crítica del trauma —el pasado no logra diferenciarse del presente— y, debido a ello, el sujeto que recuerda de este modo y aquel que repite su modo de recordar no logran posicionarse como agentes éticos y políticos. Es decir, esta rememoración compulsiva por el pasado carece de una agencia interruptora que posibilite nuevas construcciones identitarias a nivel individual o social. Dentro de un marco tan estrecho como el que proporciona el acting out, la política se vuelve un gesto utópico “que adopta la forma de una postergación indefinida de los cambios institucionales y las recomendaciones de fondo” (LaCapra Reference LaCapra2005, 158). El estancamiento ético-político —unas propuestas estériles de cambio respecto del pasado traumático, unas ausentes políticas de emancipación para el presente necesario de reparación— es el camino para quien recuerda/interpreta el pasado solo desde el acting out.

Esta sobreidentificación está presente en el documental. Durante varios minutos y en distintas escenas es expuesto el relato doloroso de quienes perdieron a algún familiar con la violencia política, los diversos sufrimientos que las constituidas víctimas neutrales han padecido: una mujer cuyo esposo fue desaparecido, otra a quien mataron a su madre, un anciano que cuenta de su hermano asesinado y otros más a quienes el documental da voz, permitiéndoles contar su dolor. Todos estos testimonios funcionarían como esa repetición compulsiva del trauma que el acting out conlleva. Pero no es solo esto: el propio director comenta su identificación con uno de sus personajes sufrientes, Josefin; específicamente con el hallazgo que ella desarrolla en este viaje. Ambos son suecos, ajenos al Perú; como él explica, ella tiene la misma edad que él tuvo cuando viajó por primera vez a este país; ella lo buscó para contarle su historia; él la sumó a su proyecto. Hay una afinidad entre ambos que el filme constata: ella protagoniza, su historia moviliza la trama, su voz narra el documental. Wiström focaliza en Josefin su visión del conflicto, como si se tratase de su propio álter ego. Ella dice lo que él también diría: “Josefin encuentra lo mismo que yo encontraba, que una profunda ternura, una profunda … un profundo sentimiento de vida adentro de todo el sufrimiento también. Eso va junto, todo. Y siempre para mí ha caminado junto el dolor y la belleza de la vida” (Wiström Reference Wiström2014).

La identificación es visible; más aún si se tiene en cuenta que Wiström refiere aquella ambivalencia que Josefin también describe en su tía. De allí que la sorpresa estática de Josefin, ese desconcierto inmóvil ante la complejidad hallada en Augusta que no permite comprenderla o aceptarla en su suavidad y dureza, encuentre resonancia en las otras maneras como Wiström representa a los otros personajes de su documental. Es decir, el retrato compasivo que ella intenta consolidar sobre Augusta persigue la misma lógica que Wiström desarrolla en relación con la constitución de una víctima neutral, el regreso a un pasado armonioso perdido o el énfasis en el trauma de sus personajes: se trata del mismo intento por reconciliar, es decir, por exhibir la herida para luego cerrarla, y solo así —incluso contraviniendo las objeciones de Flor y los suyos— poder suturar el pasado complejamente incómodo.

De esta manera, el documental Tempestad en los Andes en su intento por establecer una reconciliación que permita superar el pasado, propone representaciones que no logran visualizar la complejidad que implican los sujetos retratados: ni a Augusta en su ambivalente bondad/maldad, ni a Flor y su familia en su rechazo de una neutralidad victimista. Estos son principalmente mostrados, de manera incompleta y forzosa, en un rol pretendidamente inocente. Así, la identificación que el director manifiesta con estos sujetos y su historia resulta una limitación para comprenderlos: no toma en cuenta su disidencia (la ignora) o no ofrece más que una sorpresa estática ante lo descubierto. Esto no significa, por supuesto, que la identificación en sí misma sea un error, menos aún que el camino correcto para narrar estas vidas sea la posibilidad de despersonalizarse hasta lograr una supuesta objetividad: la identificación también genera posibilidades de reconocimiento (como se mostrará en la siguiente sección); por su parte, la objetivización es también una salida que, negando la transferencia, impide posibilidades críticas (LaCapra Reference LaCapra2005). Por el contrario, lo que aquí se intenta discutir es cómo, proponiendo este modo de recordar, Tempestad en los Andes se inscribe dentro de la lógica del buen recordar: la imposibilidad para posicionar “una memoria que recuerde no un pasado dejado atrás sino un pasado que habitamos ahora y en el que, sin la certeza de una verdad ilustrada, debemos trabajar atentos a la infinidad de matices con los que las catástrofes de la historia se hacen presentes” (Denegri y Hibbett Reference Denegri, Hibbett, Denegri and Hibbett2016, 31).

Es esa “infinidad de matices” la que no logra comprenderse desde este documental, puesto que lo enunciado intenta —forzosamente— consolidar una verdad ilustrada, reconciliadora: una enunciación que (aun con buenas intenciones) promueve el olvido.

Inocencia compleja, reparación familiar

La escena que mejor sintetiza la búsqueda de reconciliación que el filme propone sucede minutos antes del final. La cámara muestra a Josefin y Flor sentadas, frente al mar, en una locación que evoca tranquilidad (Figura 5). Ya no se trata de un momento tenso, donde el desencuentro se evidencia a través del rechazo confrontacional; pero tampoco es un momento afable, donde ambas mujeres se relacionan con absoluta confianza o amistad. Se visualiza, más bien, un trato distante pero respetuoso, una cordialidad forzada por la circunstancia de estar juntas, intentando conversar. Luego de relacionar sus historias —sus pérdidas familiares— y de haber viajado juntas a conocer el horror, esta escena se propone como el momento final de reconciliación entre ambas. No obstante, la conversación que sostienen, a pesar de revelar conclusiones importantes para cada una, no logra articular esa fusión comprensiva que el director estaría buscando. Flor dice: “es bueno que tú conozcas todo esto, es bueno … ¿tú no te sientes, de repente, más libre?, ¿de saber … de verdaderamente, de no estar con los ojos vendados y saber la verdad?, ¿no te sientes tú más libre?” (min. 96:17). Josefin contesta, poco convencida: “sí, claro”. Esta parquedad en su afirmación es la marca de cómo este intento de armoniosa comprensión no logra consolidarse; por el contrario, prevalece un encuentro incómodo. Pese a ello, la escena es presentada como un momento importante de resolución final con la cual “parece sugerirse que las similitudes pesan más que las diferencias” (Sterckx Reference Sterckx2016, 28).

Figura 5. Josefin y Flor, frente al mar, conversando.

Así, estos son los límites que, a través de Tempestad en los Andes, puede identificarse en el recuerdo victimista: una comprensión que ubica al sujeto sufriente —aséptico y digno de compasión— en el centro de una economía moral que exige una salida reconciliatoria. Un buen recordar que despolitiza, pues aquello que resulta contradictorio o incómodo es suturado en vías de lograr una cura social, un perdón normalizante que difumine la complejidad surgida con el insuperable trauma. Sin embargo, no basta señalar las limitaciones que presenta esta propuesta reconciliatoria, sino que es necesario tener en cuenta la materialidad concreta que posee en la vida social, la aplicación práctica que esta comprensión genera (Rancière Reference Rancière2004). Es decir, resulta necesario entrever cómo el recuerdo victimista posee una eficiencia simbólica con materialidades reales y concretas: apropiaciones y negociaciones entre quienes materializan este discurso (Žižek Reference Žižek2011). En este documental, esa situación se evidencia en los rechazos de Flor y su familia por ubicarse en una neutralidad victimista, también en la imposibilidad de lograr una relación comprensiva con la representación que Josefin intenta legitimar: aspectos, ya comentados párrafos arriba, que muestran cómo estos personajes no se insertan con facilidad en la lógica reconciliatoria que el mismo proyecto sostiene. No obstante, es el reconocimiento para Claudio —el hijo y hermano desaparecido— la posibilidad más audaz que se logra desde este artefacto. Se trata de un espacio para visibilizar (y así resolver en parte) los legítimos reclamos de sus familiares.

Tempestad en los Andes, aunque de modo secundario, también se ocupa de demostrar la inocencia jurídica de Claudio, su encarcelamiento arbitrario, su asesinato injustificado. Una parte de la película reivindica a este sujeto, mostrándolo —a partir del retrato que ofrece su familia— como alguien que, si bien comulgó con las ideas de justicia y cambio social que enarbolaba Sendero, no formó parte de esta agrupación ni de sus acciones terroristas. Claudio es reconocido como un joven preocupado por su familia, que quería narrar las gestas campesinas en las que participó su padre, el primero de su comunidad en ingresar a la universidad, escritor de poemas, buen hijo: un retrato que busca dignificarlo, evidenciar su inocencia, liberarlo del presunto estigma de terrorista encarcelado y asesinado.

Un rasgo importante de esta representación es que, a diferencia de la que inicialmente Josefin pretendía con Augusta, no se busca universalizar la inocencia de Claudio y ocultar/mitigar aquello que podría resultar criticable o censurable en él: su afinidad con Sendero Luminoso o el hecho de que, como explica Flor, en la universidad “le hayan metido ideología”. Con Augusta no sucede esto, Josefin busca presentarla como una víctima de Abimael, despolitizándola (y, por ello, no pudiendo comprender la ambivalencia que esta mujer presenta). Pero en el retrato de Claudio, la agencia política es algo que sí permanece. Es una inocencia compleja, incluso contradictoria. Hay en él una evidencia de su activa participación en los sucesos de su época (su poema, que elogia la lucha armada y por el cual fue detenido, mostraría cierta simpatía por la insurrección senderista). Así, este retrato contradictorio, que muestra lo elogioso y que no calla lo posiblemente perjudicial, es uno más honesto, pues apuesta por la complejidad. De allí que, en una hermosa composición, se le rinda una ofrenda en el lugar donde murió, trasladando los objetos (su foto, flores y velas) que permanecían en un ámbito privado (un estante de su casa) a uno público: la isla de El Frontón, el lugar donde lo encarcelaron y mataron (Figura 6). No obstante, este perfil que ofrece posibilidades inéditas, al igual que los otros deslindes arriba comentados, permanece en la marginalidad de la narración, es visible solo de modo pasajero. Wiström elige posicionar su relato desde el lado de Josefin (que finalmente es el suyo) y el caso de Claudio se suma a la propuesta victimista que el documental buscaría representar. De allí que el proyecto esté dedicado a su memoria, pues para la propuesta ética que este documental sostiene, él constituye la víctima perfecta, probadamente inocente.

Figura 6. Breve reconocimiento para Claudio en la Isla de El Frontón.

A pesar de ello, y resistiendo en su marginalidad, en los minutos que el filme les otorga, estos personajes periféricos parecieran mostrarse reivindicados en su pérdida, portadores de un reconocimiento parcial. La familia de Claudio, su búsqueda constante, simboliza ese querer saber que tantas otras personas han llevado a cabo: preguntar, tratar de investigar, buscar a quienes conocieron a su desaparecido, encontrar culpables. La escena donde esta familia recibe una constancia del Consejo de Reparaciones que certifica la inocencia de Claudio y que, por tanto, lo suma al Registro Único de Víctimas, es una muestra de cómo, aunque de una manera limitada, estas personas se sienten dignificadas. Como lo resume Malek (Reference Malek2016): “La familia […] acaba por obtener la confirmación de su inocencia y la dignificación de su familiar a través de la oficialización de la verdad” (82). Es, además, una escena triste: las lágrimas de la madre, el silencio del padre, la hoja de papel sintetizando la reparación. Este gesto no basta para calmar el dolor por la ausencia, pero es un aliciente que ellos aceptan. Simeona Barbarán, la madre, llorando de impotencia, lo expresa muy bien:

la única … consuelo es … mi hijo es inocente … ha sido inocente, lo mataron, ¡maldita sea!, ¡mil veces malditos!, el que ha hecho esto. Sería mucho mejor la justicia que lo … que lo pagara, y pagarían los que han hecho … quién lo ha hecho, quién ha sido … aquellos momentos, jefe supremo de la fuerza armada, todos saben, pero no pueden decir, no pueden condenar a esa persona … solamente me confío la justicia divina, tarde o temprano esa persona pagará, lo peor tal vez. (min. 94:44)

“Sería mucho mejor la justicia” o la condena para los culpables, pero como no hay esto, como no hay nada más que esta constancia, al menos el reconocimiento de inocencia es un consuelo. Así, este aliciente es la demostración de la posibilidad que podría contener, con la apropiación y renegociación de los sujetos receptores, el recuerdo victimista: porque la reparación (aunque sea limitada y tarde) siempre será mejor que la marginación total. Esto es algo que no sucede con Augusta: la duda estática que Josefin muestra ante la ternura y a la vez dureza de su tía no posibilita un reconocimiento que trascienda la incomprensión. Josefin parecería advertir esta situación, pues en algún momento remarca la diferencia en el modo de recordar a ambos desaparecidos: “Claudio dejó sus palabras, Augusta solo silencio y unas pocas fotografías” (min. 21:06); sin embargo, es una duda breve e infértil, que no se resuelve.

Conclusiones

Este artículo ha argumentado cómo el documental Tempestad en los Andes de Mikael Wiström es un objeto cultural cuya propuesta ética encarna las limitaciones y posibilidades actuales del recuerdo victimista en el escenario peruano de posguerra. En primer lugar: la problemática centralidad de la víctima como un sujeto merecedor de compasión y, a partir del cual, se pretende la obtención de una reconciliación forzosa. Por un lado, esto se evidencia —de modo particular— en el intento por consolidar un retrato compasivo sobre Augusta La Torre (lo cual, si bien resulta una mirada humanizante que contraviene la prototípica representación para los senderistas, es insuficiente, pues su accionar político es mitigado). Por otro lado —y de modo más general— esto también se expresa en la representación que diversos personajes reciben a lo largo del filme: la identificación y consolidación de víctimas neutrales, la manifestación idílica del mundo andino, y la repetición compulsiva de lo sufrido así lo demuestran. En segundo lugar: las posibilidades que esta comprensión reconciliatoria, apropiada y renegociada, genera en los sujetos retratados. Aunque en la narración sucede de modo secundario, esta posibilidad permite algunos reconocimientos concretos: la negación a convertirse en víctimas neutrales, el rechazo de un retrato compasivo y, sobre todo, la reivindicación para Claudio Barbarán y su familia.

En síntesis, la propuesta ética que este documental desarrolla a través del recuerdo victimista merece ser criticada por la insistente sutura que busca a través de sus intenciones reconciliatorias. Como se ha demostrado, se trata de una lectura del conflicto armado interno peruano que fuerza las complejidades y contradicciones surgidas durante el escenario de posguerra. Es un buen recordar que prioriza la neutralidad sufriente de sus protagonistas con la finalidad de alcanzar una cura normalizante del cuerpo social fragmentado con la guerra interna. No obstante, esta comprensión también genera reconocimientos concretos que surgen a partir de la reapropiación: la visibilización y la reivindicación obtenidas para las víctimas complejas e incómodas así lo demuestran.

Agradecimientos

La versión final de este artículo fue desarrollada en el marco del proyecto de investigación E19030033 de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Una versión preliminar de este artículo formó parte de la tesis que elaboré para obtener el grado académico de magíster en Estudios Culturales por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Puede consultarse la investigación completa en http://tesis.pucp.edu.pe/repositorio/handle/20.500.12404/9552.

Footnotes

1 El conflicto armado peruano fue la guerra interna que, de acuerdo con la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2003) —la institución que de manera más sistemática ha investigado este suceso—, el Perú afrontó entre los años de 1980 y 2000. Consistió en el enfrentamiento armado del Estado peruano con el Partido Comunista del Perú —Sendero Luminoso (PCP-SL) y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA)—. Originó casi setenta mil muertos, tuvo profundas repercusiones económicas, sociopolíticas y culturales, y ha sido el conflicto bélico más grande que el país ha tenido en toda su época republicana.

2 Este gran relato tuvo su forma más representativa en la famosa exposición que la CVR implementó en agosto de 2003: Yuyanapaq: Para recordar. Esta muestra “no solo desató la demanda pública de un espacio oficial de memoria, sino que generó una serie de iniciativas por parte de individuos y organizaciones que apoyaban la idea de que era necesario recordar, no olvidar, para poder hacerle frente al futuro” (Saona Reference Saona2017, 39). La exposición y su legado fue uno de los principales referentes que potenció la creación de muchas producciones culturales posteriores que abordaron el tema de la violencia política. Puede visitarse una reelaboración digital de la exposición en https://idehpucp.pucp.edu.pe/yuyanapaq/.

3 Un ejemplo potente de esta situación lo constituía la frase colocada al inicio de la exposición permanente del Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión social (LUM), en Lima. Allí, al señalarse el número de víctimas producidas durante el conflicto armado, se expresaba: “el Registro Único de Víctimas, elaborado por el Consejo de Reparaciones, ha contabilizado hasta en 2015, 31 972 casos con nombre y apellido. Esta cifra, sin embargo, no incluye a los subversivos muertos”. Esta declaración final podría entenderse como una remarcación de lo que permanece aún sin contar o representar, un reconocimiento asolapado de que esta cifra de víctimas está incompleta, puesto que no incorpora a los otros cuerpos también vulnerados, el de las y los subversivos. Actualmente, la frase ha sido retirada.

4 En Perú, esta es una política económica que, como ha comentado Carrión (Reference Carrión2019, 507), además de mantenerse firme, en consenso oficial, tiene una incidencia directa sobre las fallas estatales: “Aunque la pobreza ha disminuido y la clase media ha crecido, en general las mujeres y los residentes rurales se encuentran rezagados en relación con los hombres y los habitantes urbanos. Si bien hay señales claras de que el discurso oficial se ha vuelto más inclusivo, las personas de origen indígena aún enfrentan discriminación. La debilidad de las instituciones políticas y el estado de derecho siguen siendo problemas centrales. Más recientemente, una crisis galopante de inseguridad ciudadana ha aumentado […] no todo va bien con la democracia peruana: las élites tienen una cantidad desmesurada de poder político; las instituciones estatales, además de las diseñadas para administrar la economía, son muy deficientes; y la deuda histórica con la población indígena sigue en mora”.

References

Referencias

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Figura 1. Afiche de Tempestad en los Andes (101 minutos).

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Figura 2. Urna que conserva los objetos personales de Augusta La Torre.

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Figura 3. Fotogramas de la traslación comparativa entre el retrato público y privado de Augusta.

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Figura 4. Fotogramas de la escena final de Tempestad en los Andes.

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Figura 5. Josefin y Flor, frente al mar, conversando.

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Figura 6. Breve reconocimiento para Claudio en la Isla de El Frontón.