«El ejército está listo, no le falta ni un botón de la polaina», declaró el Mariscal Leboeuf, ministro de la Guerra de Napoleón III, cuando se votaron los créditos necesarios para la movilización.
Rara vez se ha hecho alarde de tanta ceguera: mal equipado, mal entrenado y, sobre todo, pésimamente comandado, el ejército francés se exponía a sufrir derrota tras derrota. Desde los primeros enfrentamientos, en agosto de 1870, hubo de abandonar Alsacia y Lorena, exceptuadas algunas plazas fuertes (Estrasburgo, Sélestat, Neuf-Brisach, Metz y Belfort), que fueron sitiadas. El 2 de setiembre, Napoleón III capituló en Sedán con 80.000 hombres, arrastrando en su derrota al Segundo Imperio, mientras los prusianos marchaban sobre París.
La República, proclamada el 4 de setiembre, heredó una situación desesperada: París fue sitiada el 18 de setiembre y el Gobierno de Defensa Nacional fue hecho prisionero en la capital junto con sus mejores tropas; Estrasburgo, en llamas, tuvo que rendirse el 28 de setiembre; el 27 de octubre, el mariscal Bazaine capituló en Metz con 150.000 hombres, posibilitando que los prusianos reforzaran el sitio de París, cuya población iba a tener que pasar hambre y, muy pronto, frío.