«¿Se morían realmente de hambre los campesinos?» Esta es la pregunta que se hacía Peter Laslett al frente de uno de los capítulos de su clásica obra El mundo que hemos perdido. La respuesta contundente era no, al menos de forma regular o en proporciones significativas, y al menos en el caso inglés. Por lo que ya se sabe de otras zonas del continente europeo, la respuesta debería ser similar, con matizaciones también muy parecidas. El hambre pura, como factor estrictamente aislado de mortalidad, no deja de tener un carácter marginal en el conjunto de posibles causas de la elevada mortalidad del pasado. Frente a posiciones clásicas como la de P. Goubert, quien en 1952 afirmaba que las epidemias «puras», sin relación con una carestía de los cereales, no parecían haber ejercido una influencia determinante sobre la población, los historiadores han ido destacando posteriormente la responsabilidad del factor epidémico, independiente de la coyuntura económica, en muchas de las crisis demográficas del pasado. El mismo Goubert hace tiempo que matizó ya sus antiguas opiniones al respecto, mientras que otros especialistas, como J. Dupâquier, se sitúan radicalmente en el extremo opuesto, al afirmar que «el elemento constitutivo de toda crisis es la epidemia, sin la cual la carestía apenas podría mostrar sus efectos sobre la mortalidad».