No mucho después de los días de mayo de 1810 la población de los suburbios y de la campaña acude a participar de una revolución en cuyos preparativos no ha intervenido pero cuyo programa abraza con calor. El pueblo deja de ser la abstracción contenida en los impecables esquemas que los textos de política habían puesto en circulación para transformarse en una realidad tangible y no siempre agradable. Muchos de los autores de la Revolución observan con sorpresa y alarma como, al amparo de fórmulas demasiado generalizadoras, asoma —a veces espontáneamente, a veces digitada por aprovechados líderes— una masa iletrada a la que no consideran preparada para gravitar en la vida pública, una masa cuya vocación política no la habilita para asumir las responsabilidades que pretende. Para poder excluir esa presencia que empieza a ser molesta surge entonces la necesidad de precisar los objetivos, de matizar los planteos excesivamente simples, de equilibrar el concepto de libertad con el de autoridad.