Es la capacidad de combinar la articulación de un cuerpo de conocimiento y el activismo lo que define a los intelectuales. Los intelectuales del presente están en permanente diálogo en el interior de una esfera pública constantemente en crisis, ‘cuius centrum ubique, circunferencia nusquam’ (Lille 2013: 2), y a la que hay que ir restaurando de manera permanente, pues se desarrolla gracias a la necesidad de constituir modelos de expresión y de articulación del conocimiento que excedan voluntariamente los límites del ámbito escolar. La metáfora geométrica para hablar de ‘lo público’ no es de Jürgen Habermas (que simplemente usa el sustantivo Öffentlichkeit, es decir lo público, el carácter público), pero tiene el encanto de evocar la experiencia académica e intelectual del mus in pice que menciona Montaigne en sus Essais, 3.13: es en el interior de un cuerpo geométrico teñido por un mito de perfección y autonomía, donde se desarrolla la experiencia de intercambio entre conocimiento y acción pública. El intelectual público pone en práctica el conocimiento extrayéndolo, a veces dolorosamente, de los espacios socialmente construidos, en los que el conocimiento se crea y cultiva de acuerdo con métodos y teorías de carácter científico. En los espacios de construcción del conocimiento, en las instituciones creadas al efecto, y que a veces se consideran como fortalezas o torres de marfil, espacios protegidos de otras dinámicas sociales y políticas –especies de islas utopías, o de falansterios, ajustados a planos urbanos y educativos en los que prima la ilusión de la libertad de pensamiento y acción–, el error ante el ensayo no está solamente permitido, sino que está sacralizado. El intelectual, en cambio, actúa (estoy aquí traduciendo el verbo inglés ‘to perform’) el conocimiento allá donde el protocolo de recepción y de discusión funciona de acuerdo con lenguajes enfáticamente no académicos e incluso antiacadémicos –salir de la fortaleza o de la torre de marfil es despojarse de las distintas formas de protección que otorga la institución, para refugiarse únicamente en la capacidad de poner en escena una magia social que en muchas ocasiones se revela como ilusionismo o prestidigitación–.